Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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12/06/2020

«Ante una peste siempre se busca la cara de Dios, para señalarla como causante o como cura del mal».

¿Cómo pudo ser que una banda de rock titulara uno de sus álbumes con la difamación “Dios nos odia a todos”, tan contraria a lo que se nos ha enseñado siempre, y que la fecha de presentación de esa obra haya sido el 11 de septiembre de 2001, día en que dos aviones fueron estrellados contra las Torres Gemelas en N. York, ambos piloteados por fanáticos religiosos cuya última palabra pronunciada a bordo fue el nombre de su Dios?

Si Dios no existiera, todo estaría permitido —afirma la mayoría de los creyentes—, aunque la verdad histórica ha sido más bien la contraria: en nombre de Dios todo está permitido, partiendo por el castigo y la persecución de los herejes. También es cierto que son muchas las bandas que hace rato vienen jugando al demonio con títulos y letras de sus canciones, con la vestimenta que usan, con los maquillajes que se ponen, aunque se trata solo de otra manera de afirmar la creencia en Dios, no más que tomando partido por el enemigo.

¿Cómo pudo ser que un escritor chileno, Patricio Jara, haya empleado para su novela de 2017 el mismo título de aquel álbum musical, sugiriendo así que Dios no es indiferente a los avatares de la especie humana, aunque funcionando desde el odio y no desde el amor? ¿Cómo es que un lector puede dejar de examinar un libro con ese título y no cogerlo de la bandeja de la librería en que lo encuentra?

Los lectores somos curiosos y hace un año que llevé ese libro conmigo, leyéndolo en poco más de dos horas. Tiene 117 páginas, algunos espacios en blanco, y se lee de una sentada. Está muy bien escrito y resiste igualmente bien la lectura de su primera página, esa lectura que se hace siempre en la misma librería: “Fue durante enero de 1873 cuando llegaron las primeras noticias sobre la peste que asomó en el desierto, frente al Pacífico. Se dijo tanto y tantas veces que al final nadie sabía a quién escuchar ni a quién creer”.

Una peste imaginaria, porque la antigua Antofagasta nunca la tuvo, si bien en el libro de Jara aparece descrita en todo su horror y simbolizada por un enorme esqueleto alado que cruza hacia el sur del cielo y cuyos huesos sonaban como esos colgantes que el viento agita en los jardines.

Ucronía se llama el género literario que viaja atrás en el tiempo para tomar una situación histórica y ponerle un curso y desenlace distintos de los que tuvo realmente. Así, por ejemplo, escribir un relato a partir de la victoria nazi en la Segunda Guerra Mundial, como hizo Philip Dick, el extravagante escritor que E. Carrère enalteció en uno de sus libros.

En tal sentido, la obra de Jara es una ucronía, porque Antofagasta nunca tuvo la peste que él imagina y porque tampoco fue bombardeada por naves peruanas, chilenas y bolivianas como último recurso para reducir la ciudad a escombros y acabar con la peste. Solo se salvó una pareja de jóvenes y 8 niños chinos que nadie supo por qué nunca se contagiaron.

¿Cómo no releer ahora el relato de Patricio Jara? Parece que estuviéramos en el ojo de Dios y que en cualquier momento este podría empezar a hacer de las suyas.

Claro, porque en esa Antofagasta sus habitantes creyeron que la peste era un castigo de Dios, de manera que se formaron hermandades que salían a la calle con túnicas blancas para darse azotes en la espalda y pedir perdón por los pecados. Otros culparon a una compañía de músicos y saltimbanquis que había arribado hacía poco. Tampoco se salvaron los gatos, que fueron eliminados uno a uno, persiguiéndolos por todos los rincones de la ciudad.

Hay un componente religioso en la obra de Jara, porque ante una peste siempre se busca la cara de Dios, para señalarla como causante o como cura del mal. Se busca también un santo, que en el caso de Antofagasta fue Roque, santo de las pestes, aunque el párroco local que lo recomendó fue allí la víctima 45 de la enfermedad.