Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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7/08/2020

«Lejos de un obstáculo para la democracia, son los que la ponen en movimiento».

Al revés de lo que suele pensarse, especialmente por jóvenes que bostezan ante ella, la democracia es una forma de gobierno franca y atrevida, puesto que a la pregunta acerca de quién debe gobernar la sociedad declara no saberlo, mostrándose dispuesta a entregar el poder a cualquiera que lo gane en elecciones periódicas y sin otra condición que el respeto por los derechos de las minorías derrotadas y por las demás reglas que ella establece para el ejercicio y conservación del poder.

Otras formas de gobierno tienen una respuesta inmediata: la monarquía dice que debe gobernar uno solo, la aristocracia los mejores, y las dictaduras militares, de clase o religiosas, que debe hacerlo una casta o clase social determinada. “No sé quién deba gobernar”, es la franca respuesta de la democracia, de manera que los interesados en el poder deben competir por este y atreverse a entregarlo a aquellos que obtengan para sí la mayoría.

La democracia parte de la base de que en toda sociedad hay innumerables desacuerdos en muy distintos órdenes de cosas, y que ellos, lejos de constituir patologías de las que tendríamos que curarnos, son inseparables de la vida en común, tanto como lo son otros tipos de relaciones sociales: de intercambio, de colaboración, de solidaridad, de competencia. Ni siquiera los conflictos son algo enteramente anómalo, y es por eso que el derecho establece instancias y procedimientos que, una vez acaecido un conflicto, permitan darle un curso pronto, pacífico y eficaz.

La democracia abre el espacio público, sin restricciones, para que todos quienes disputan pacíficamente por el poder expongan sus ideas, ya sea en el momento de las campañas electorales como al interior de los parlamentos y otros organismos de nivel regional o comunal, facilitando los acuerdos entre rivales, pero, antes de eso, evidenciando los desacuerdos que existan entre ellos. La democracia, junto con favorecer los acuerdos, da visibilidad a los desacuerdos que los anteceden, y presta así un doble servicio a la comunidad, echando mano de la regla de la mayoría cada vez que el acuerdo se torna imposible.

El momento de los desacuerdos suele ser crudo, áspero, plagado de acusaciones y malas palabras, y es en ese instante cuando algunos ciudadanos, medios de comunicación y analistas caen fácilmente en la crispación, el pesimismo o los augurios catastrofistas. Más tarde, cuando se logran los acuerdos, o las diferencias se dirimen en una votación, todo parece volver a la calma, a la relativa calma a que puede aspirar una sociedad democrática, pero lo que parece quedar con más fuerza en la memoria de todos es el momento de los desacuerdos, de manera que ante el siguiente que se produzca, esos ciudadanos, medios y analistas volverán a poner el grito en el cielo y a pronosticar el apocalipsis.

Los desacuerdos, lejos de constituir un obstáculo para la democracia, son los que la ponen en movimiento, en movimiento hacia los acuerdos o, en el “peor” de los casos, hacia una pacífica y reglamentada votación en la que nadie quiere perder, pero que siempre arrojará un vencedor. Lejos de parecerse a la guerra, la política democrática sustituye a aquella y evita que los rivales se vayan a las manos. Como se ha dicho tantas veces, la política democrática cuenta y no corta cabezas, sustituye por el voto el tiro de gracia del vencedor sobre el vencido, y reemplaza gobernantes sin derramamiento de sangre.

Por tanto, no hay que presentar los desacuerdos como conflictos ni creer que cualquier conflicto pone en peligro nuestra convivencia, como tampoco hay que ver en todo desacuerdo una aguda y fatal polarización. Muchas veces utilizamos palabras inadecuadas, que exageran un determinado hecho —tal es el caso de “polarización”—, como si cualquier desacuerdo político pusiera a los adversarios en extremos irreconciliables y a punto de ponerse los guantes para atacar al rival.

Si no somos capaces de entender los desacuerdos como algo propio de la vida en democracia, incluidos
tiempos de pandemia, al menos deberíamos reconocerlos como un hecho habitual y evitar esas crisis de pánico que nos sobrevienen cuando nuestra emotividad nos hace creer que, sin que medie amenaza importante alguna, nos encontramos próximos a morir.