Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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21/08/2020

«¿En cuántos habrá crecido la soledad a causa de la pandemia, sin posibilidad incluso de salir a la calle en horas de la noche para encontrar un café abierto…?».

De él conocemos su nombre de pila, que trabaja haciendo anotaciones en el Registro Civil de la capital peruana, y que cierta vez tuvo una aventura nocturna. Sabemos también que vive en un departamento minúsculo, lleno de ropa tirada, muebles desvencijados y fotografías de artistas prendidas a la pared con alfileres. Todos sus compañeros de la época escolar han alcanzado buenas posiciones y pasan de largo con sus coches frente al paradero en que Arístides espera todos los días el autobús. Si se lo encuentran en la calle, se limitan a un rápido apretón de manos y a seguir luego su camino, tal si se hubieran cruzado con la encarnación del fracaso y el símbolo visible del abandono. Nos cuentan que Arístides anda mal trajeado, que se afeita sin cuidado, y que huele a comida de fonda de mala muerte.

Hay un detalle que evidencia mejor que ningún otro la soledad de Arístides: esas fotografías de artistas puestas en las paredes de su departamento. ¿Quién, ya adulto, pone a la vista ese tipo de imágenes si no se encuentra solo, constantemente solo, salvo en los momentos en que nuestro personaje ingresaba a alguna función en el cine de su barrio para esconderse de los demás y acompañarse de las siluetas de los restantes espectadores? Usuario habitual de los bancos públicos, como todos los solitarios, Arístides tenía allí, con pordioseros o tullidos, sus únicas conversaciones del día. Era de esa manera que se sentía partícipe de la inmensa familia de gentes que llevaban en la solapa la insignia invisible de la soledad.

Hasta que llegó la noche de su aventura. Deambulando lejos de casa, divisó un café con sus luces encendidas y observó el interior pegando las narices a una de las ventanas. Nadie, ningún parroquiano, solo las mesas abandonadas y una mujer gruesa que llevaba un cuello de piel y fumaba un cigarrillo detrás del mostrador. Entró, aunque no sin vacilar, ocupó una de las mesas, y pidió café.

La mujer respondió que la máquina había sido apagada y le ofreció una cerveza. Él aceptó y consintió también en que ella se sentara a la mesa para beber la suya, una petición que la mujer justificó diciendo que tenía la costumbre de tomar algo cada noche con el último de sus clientes. Aclaró que vivía en la parte superior del café y que tenía tiempo para entablar una conversación.

El diálogo que siguió entre ellos dio a Arístides la sensación de que la mujer estaba coqueteando con él. Ella no tardó en poner música e invitarlo a bailar, no sin antes bajar las persianas del local, todo lo cual hizo que él temblara de gozo y expectativas.

En pleno baile, la propietaria del lugar le pidió que saliera a la terraza y entrara las mesas y sillas de fierro que allí había. Arístides obedeció y al poco rato sudaba copiosamente. Concluyó su labor y se quedó mirando a la mujer desde la terraza. Ese fue el momento en que ella le pidió que entrara también un macetero y, sin esperar a ello, echó el cerrojo, hizo una reverencia a su huésped, apagó las luces y subió al segundo piso, desoyendo los ruegos que se le hacían para que abriera. Arístides, el personaje de este espléndido cuento de Julio Ramón Ribeyro, se deshizo entonces del macetero, estrellándolo contra el suelo, y sintió una profunda vergüenza de sí mismo.
¿Cuántos otros Arístides hay en Lima? ¿Cuántos en Chile? ¿En cuántos habrá crecido la soledad a causa de la pandemia, sin posibilidad incluso de salir a la calle en horas de la noche para encontrar un café abierto y una mujer que envuelta en una piel finge interesarse por ellos?

Una soledad que ha caído sobre muchos, y en verdad sobre todos, porque aun aquellos que tienen compañía sienten que están solos, no abandonados, pero sí solos, y que se han sumado a aquellos que, dice Ribeyro, “llevan en la solapa la insignia invisible de la soledad”.

¿No hay acaso una soledad radical de cada ser humano que es atizada por la situación que vivimos, haciéndonos sentir como “una llamita en la punta de una vela, en un lugar donde sopla un vendaval”?