Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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2/10/2020

«Un país que aprecia su diversidad y no teme a los desacuerdos tiene también el deber de valorar aquello en lo que concuerda».

Las inevitables diferencias y desacuerdos en nuestra sociedad nos distinguen felizmente a unos de otros, y si bien impiden la siempre ilusoria unidad, no tienen por qué hacerlo con el más modesto objetivo de la cohesión y pacífica coexistencia de los chilenos.

Nos une, o cohesiona, la valoración de la diversidad que tenemos como país, diversidad étnica, religiosa, moral, política, cultural, y de planes y formas de vida. A la valoración positiva del hecho de la diversidad se le puede llamar pluralismo, una actitud que nos pone a las puertas de una tolerancia activa. Activa porque no se trata de la tolerancia pasiva de la mera resignación a vivir en paz con quienes discrepan de nosotros y a quienes rechazamos y queremos mantener lo más lejos posible, sino de la disposición a acercarnos a estos últimos, a entrar en diálogo con ellos, a darles nuestras razones y a escuchar las que puedan darnos a su vez, y a mostrarnos dispuestos a modificar nuestras posiciones originarias como consecuencia de ese encuentro y diálogo.

La diversidad o pluralidad es un hecho, mientras que el pluralismo constituye una actitud que podemos o no tener ante ese hecho, al paso que la tolerancia es ya una virtud, o sea, una práctica constante que se asienta en la convicción de que la diversidad es un bien y no un mal ni una amenaza.

Nos une, cómo no, la idea de que todas las personas nacen y permanecen iguales en dignidad, que son acreedoras de una pareja consideración y respeto, que deben ser tratadas como fines y no como medios, y que la desigualdad en dignidad sería la más inaceptable de todas.

Nos une el compromiso de Chile con el derecho internacional de los derechos humanos y la voluntad de declararlos y garantizarlos en un nuevo texto constitucional, y de desarrollarlos luego por medio de políticas públicas y leyes comunes.

Nos une la opción por la democracia como forma de gobierno cuyas reglas conciernen no solo al acceso al poder, sino también al ejercicio, conservación, incremento y recuperación de este.
Nos une el propósito de continuar siendo una república, aunque no solo como lo opuesto a monarquía, sino como el incondicional compromiso con la probidad y la eficiencia que deben mostrar todos los agentes públicos y privados del país.

Nos une el carácter irrenunciable de las libertades de pensamiento, conciencia, religión, prensa, movimiento, reunión, asociación y emprendimiento de actividades económicas, y nos unen también distintas expresiones del principio igualitario: igualdad de trato, de titularidad de los derechos fundamentales, de capacidad para adquirir y ejercer otros derechos, de derechos políticos, en la ley y ante la ley, e igualdad también en el acceso a bienes básicos sin los cuales nadie puede llevar una vida digna, responsable y autónoma, indispensable para conseguir tanto el respeto de los demás como el autorrespeto.

Siendo una sociedad democrática y abierta, nos une considerar que nuestros desacuerdos no constituyen anomalías ni menos patologías de las que tendríamos que curarnos, y que identificar los desacuerdos es el mejor punto de partida para tratarlos con franqueza, lealtad y apego al bien colectivo o común.

Nos une la valoración que hacemos de los fines del derecho —paz, seguridad, justicia—, así como de las funciones que el derecho cumple en la sociedad, en especial la de organizar, dividir y limitar el poder, y la de proveer instancias y procedimientos que permiten dar a los conflictos un curso pronto, pacífico y eficaz.
Nos une el hecho de vivir en el presente de un país obligado a pensar y decidir sobre un futuro constitucional que afectará a las generaciones por venir, y eso en medio de una pandemia que no debe ser obstáculo para ocuparnos de ese futuro.

Pensando en nuestro escudo nacional, nos une la demanda de Gabriela Mistral por menos cóndor carroñero y más huemul pacífico y sensible, de modo de tener “un país inteligente —decía ella—, y sobre todo coherente, que amar y obedecer”.

Todo eso nos une, o a lo menos debería unirnos, porque un país que aprecia su diversidad y no teme a los desacuerdos tiene también el deber de valorar aquello en lo que concuerda.