Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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25/12/2020

«¿Es la especie humana el centro del universo? No, es la vida, esa magnífica biodiversidad que se puede apreciar a cada instante».

Siempre he preferido las rosas rojas a las de cualquier otro color, en particular esa especie que me gusta llamar “rosa chilena” y que no se encuentra en las florerías, sino en los jardines. Una rosa algo pequeña, intensa, tupida, que se asoma a la calle desde los jardines y que creo ver en aquellos rosales que se plantan junto a las vides, al parecer con el fin de proteger a las parras de algún tipo de parásito o insecto. ¿No nos podrán proteger ahora del coronavirus? Y, si así fuera, ¿cómo nos veríamos rodeados de pequeños rosales que perfuman el aire y mantienen a raya al intruso? Todos los jardines, plazas, calles y avenidas se llenarían de rosales y todos caminaríamos, como quien dice, sobre pétalos de rosas.

“Rosa colorada/ ¿quién te deshojó?/ ¿por qué no esperaste mi vida que llegara yo?”, pregunta una conocida canción chilena, y en cuanto a las que crecen en distintos puntos de mi jardín, nunca las deshojo y menos retiro sus pétalos. Ni siquiera las toco. Simplemente las miro, una y otra vez, las miro, y asisto al lento curso que siguen hasta marchitarse del todo. Pero ni siquiera en ese momento las quito: las dejo simplemente allí y quedo a la espera de que caigan por sí solas y aparezca alguna de sus hermanas y las reemplace. Riego y riego, entonces, y le doy también abundante agua a la cochabambina de una de mis vecinas, una enredadera con espinas, es cierto, pero que tiene una flor preciosa, firme, duradera, y que cuido y disfruto como si fuera propia.

¿De quién son los jardines ciudadanos? Y no me refiero a los que administran los municipios, sino a aquellos que, formando parte de una vivienda, crecen más allá de esta y salen a la calle o penetran en los jardines vecinos. Cuando una enredadera interrumpe nuestro paseo por una vereda, no hay que molestarse por eso. Al salir a nuestro encuentro, la enredadera hace posible que nos fijemos en ella. Si no estuviera allí y no rozara de pronto nuestra frente, lo más probable es que no repararíamos ni en su existencia ni en su belleza.

¿Por qué rosas blancas si las que más me gustan son las rojas? Porque en el barrio donde vivo, que no por nada se llama Miraflores, algunos vecinos no solo cuidan el césped que crece frente a sus casas, sino que han plantado allí largas hileras de rosales blancos. Partió uno de ellos, siguió otro, y el buen ejemplo ha sido contagioso. Los veo a diario regando los rosales ciudadanos, confirmando así el valor de la vida y de la belleza. ¿Es la especie humana el centro del universo? No, es la vida, esa magnífica biodiversidad que se puede apreciar a cada instante si uno se fija lo suficiente.

Prestar atención: eso, cuando menos, es lo que hay que hacer con la naturaleza. No pasar de largo. Detenerse y asombrarse, agradeciendo que esté allí para nuestra contemplación y respeto, y también para nuestra meditación sobre la vida y la fraternidad que debería existir entre todos los seres vivos. La naturaleza no es externa, formamos parte de ella.

Que me afectó la pandemia, dirán algunos ante esta columna, y tienen razón. Me afectó no más, como a todos, y vaya uno a saber qué nos está causando a nivel neurológico, ya sea para bien o para mal. Albert Einstein no nos dejó solo algunas teorías científicas: dejó también un librito que se llama “Reverencia por la vida”. Lo leí hace sus buenos 50 años y ahora no puedo encontrarlo entre mis libros viejos. Un libro pequeño, casi de bolsillo, según recuerdo, y cuyo título no se me olvidó jamás.

¿Que el tono de esta columna es propio de un hombre ya mayor? Pues bien, eso es lo que soy, aunque me obstino en creer que mi edad cronológica es mayor que mi edad biológica y que mi edad psicológica.
Consuelos, claro que sí, como el de las rosas blancas que vecinos de mi barrio hacen crecer en jardines que están en la calle y a la vista de todos quienes quieran verlos y aliviar la pena que nos produce la pandemia.