Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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8/01/2021

«A la ira, no más se encuentre próxima a aparecer, hay que reprimirla y encapsularla, cortarle el paso, porque una vez desatada ya no es posible moderarla».

Siempre es bueno leer a los clásicos. No es que ellos hayan fijado las verdades de una vez y para siempre ni hecho todas las recomendaciones que deberíamos seguir en nuestras vidas. Los clásicos son aquellos que perduran en cualquier ámbito de las humanas actividades, y desde luego que los hay, y muchos, vinculados a una de las más antiguas ocupaciones de hombres y mujeres: la filosofía. Esta última no fue inventada por los antiguos griegos, que sí le dieron ese nombre: “filosofía”, y no “sophia”, o sea, gusto e incluso amor por la sabiduría, pero no posesión de esta. Los filósofos son amigos de la verdad, o, más bien, de su búsqueda, mas no dueños de ella. La filosofía es un saber en marcha, advirtió Aristóteles, y todo el que marcha desarrolla un proyecto, un viaje, y no se queda detenido en uno u otro punto del camino, sino que avanza y deja atrás los sitios por los que ya pasó, reevaluándolos constantemente. Fernando Savater gusta repetir que no hacemos filosofía para salir de dudas, sino para entrar en ellas.

También hubo filósofos en la Roma de los antiguos. Uno de ellos fue Séneca, un buen pensador político del siglo I de nuestra era, un estoico que consideró que el placer no es el camino hacia la felicidad, sino la renuncia, el desapego, la extinción o a lo menos el control de los deseos. Moderando nuestros deseos nos veríamos resguardados de sufrir las decepciones que causa la insatisfacción de ellos. Hace sentido ese planteamiento, sin duda, pero se concilia mal con el impulso que todos tenemos a una vida que se abra y disfrute antes que a una que se cierre y ensombrezca.

Séneca escribió sobre la ira, esa que en la doctrina católica se conoce como uno de los pecados capitales, es decir, cabeza o causante de otros pecados. El libro del pensador romano es un llamado a cultivar la serenidad, que es una virtud, y que nada tiene que ver con el conformismo, la indiferencia, la frialdad o la autocomplacencia de quienes puedan creer que ser sereno equivale a estar siempre satisfecho consigo mismo y a hacerse el desentendido con los males que ocurren ante nuestras propias narices.

De la ira pensó Séneca que es “una especie de locura”, puesto que nos hace darle máxima importancia a lo que por lo común no la tiene en absoluto. Una locura súbita, breve, pero que se apodera de nuestro cuerpo y que es capaz de sacudirlo de pies a cabeza. Bastante más que la irritabilidad, la ira se parece a un animal feroz y peligroso que de pronto tomara posesión de nosotros. Por lo mismo, a la ira, no más se encuentre próxima a aparecer, hay que reprimirla y encapsularla, cortarle el paso, porque una vez desatada ya no es posible moderarla una vez que se adueña de nosotros. Como pasión que es, si se da entrada a la ira esta se hace más poderosa que su anfitrión y ya no hay manera de protegerse de ella ni de ponerle coto, dice también Séneca. “En el ciclo de la violencia es más fácil entrar que salir”, lo mismo que “es más fácil abstenerse de pelear que retirarse de una pelea”.

No es de fácil aplicación, pero el antídoto contra la ira es la demora, la demora en reaccionar, la necesaria pausa estratégica que impida el ingreso del animal que deforma el rostro, marca las venas, entrecorta el aliento, instala dagas en nuestros ojos, y hace temblar las extremidades. La ira tiene una gran expresión corporal, como también la envidia, si bien más sutil, a la que Pablo Neruda se refería como “esa grieta de un hombre en la boca”. Si quieres conocer a un envidioso, fíjate en su boca.

El humor también ayuda contra la ira, tanto preventiva como curativamente, y tanto más si se trata de humor a costa de uno mismo y no de los demás. Sócrates, luego de darse un golpe en la cabeza y en vez de dar entrada a la ira, comentó a sus discípulos: “No saber cuándo uno debe salir con casco a la calle”. Freud: un condenado a muerte que marcha al patíbulo un lunes por la mañana, dice a sus guardias: “Vaya manera de empezar la semana”.