Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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25/02/2021

Los derechos fundamentales se expanden. Los primeros —de carácter civil o personal— representaron límites al poder en nombre de las libertades de los individuos; los segundos —de tipo político— fueron más allá y permitieron participar en el poder mediante la postulación a cargos de representación popular y la concurrencia a elecciones en las que el voto de cada cual cuenta por uno; y los terceros —llamados económicos, sociales y culturales— llegaron todavía más lejos al imponer a cualquiera que ejerza el poder político un conjunto de prestaciones universales que tienen que ver con la seguridad social y con bienes básicos de atención sanitaria, educación, vivienda, previsión y cultura, sin los cuales nadie puede llevar una vida digna, responsable y autónoma ni dar a esta una dirección según las opciones y preferencias de cada sujeto.

Es de ese modo que los derechos humanos pueden ser vistos como una auténtica escalada. Fueron expandiéndose de menos a más, como si en nombre de la dignidad humana —base de justificación de todos los derechos— primero hubiera bastado con limitar el poder, y, luego, no contentos con eso, demandado una participación en la génesis y ejercicio del poder político, y, acto seguido, otra vez insatisfechos, impuesto al poder un conjunto de prestaciones. Pero el proceso de expansión de los derechos no concluyó allí. Siguió adelante y aparecieron luego derechos de carácter colectivo que tienen que ver con el medio ambiente, con la paz, con el desarrollo, complicando de ese modo la noción misma de los derechos como prerrogativas de tipo individual.

Los derechos fundamentales han tenido también un proceso de positivación, tanto en el derecho interno de los Estados como en el derecho internacional; en el primero, formando parte de un capítulo de las Constituciones Políticas, y en el segundo mediante declaraciones, pactos y tratados que en poco tiempo han configurado un auténtico derecho internacional de los derechos humanos. De manera que mientras siguen adelante los debates teóricos acerca de qué son y cuál es su justificación, sabemos ya cuáles son los derechos fundamentales, y esto gracias a que el derecho —nacional e internacional— les ha dado una base de sustentación objetiva.
“Los derechos humanos nacen cuando pueden”, solía decir Norberto Bobbio, y, como se ve, no han detenido su escalada. Mientras en Chile empezamos a discutir sobre el lugar, contenido y tutela que los derechos sociales deberían tener en la próxima Constitución, nuevos derechos empiezan a asomar su cabeza fuera del cascarón de un proceso de expansión que no se detiene, un hecho que tanto nos gratifica como sume en una cierta perplejidad.

El 8 de octubre pasado fueron presentados en nuestro Congreso Nacional un proyecto de reforma constitucional y una iniciativa de ley concernientes a los neuroderechos, es decir, a un nuevo tipo de derechos fundamentales que tienen que ver con la protección de la identidad y actividad mental de las personas y con su autonomía para acceder de manera equitativa a los avances de las neurociencias y a los beneficios de las neurotecnologías, por medio de las cuales se pueden realizar intervenciones en el cerebro humano que podrían tanto mejorar como dirigir o empeorar nuestros procesos mentales. ¿Ciencia ficción? Nada de eso: ciencia pura y dura, y tecnologías que apuntan a intervenir en el cerebro —por ejemplo, para curar enfermedades como el Parkinson o el Alzheimer—, un fenómeno fascinante, sin duda, pero también inquietante —puesto que podría llegar a modificarse la identidad de los sujetos—, y tan inquietante como para que el destacado investigador en neurociencias y neurotecnologías Rafael Yuste se haya preguntado cuáles podrían ser ahora los Hiroshima y Nagasaki producto de ambas.

Así es como avanzan las cosas: una vez desplegado el completo mapa del cerebro humano, será posible leerlo, pero también escribir en él mediante instalaciones que las nanotecnologías permitirán hacer de manera indolora y nada invasiva. El cerebro, el órgano más complejo de nuestro cuerpo, viene determinado genéticamente, pero es también maleable y, por tanto, muy susceptible al medio, a la educación y a las experiencias de cada individuo.

Todo un futuro promisorio, aunque en medio de una pandemia que, paradójicamente, ha puesto a la humanidad contra las cuerdas y mostrado su insalvable debilidad.