Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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3/03/2021

Claro que sí. Todas sirven. Es con ellas que percibimos las cosas y damos cuenta de la realidad. Si no disponemos de la palabra para una cosa –porque la ignoramos o la hemos perdido–, lo que nos falta no es solo ella –la palabra–, sino la cosa misma. De allí la doble pérdida que produce el empobrecimiento de nuestro lenguaje. Menesterosos de palabras, la realidad se vuelve también más pobre.

Circula ahora un libro que publicó Puerto de Ideas para celebrar los primeros 10 años de existencia de ese festival, y su título, De la A a la Z, no debe hacer pensar que se trata de un diccionario. Lo que el libro contiene son breves textos que se hacen cargo de una palabra que empieza con alguna de las letras que van de la “a” a la “z”.

Así, por ejemplo, la primera de ellas es, precisamente, “abecedario” y la última “zaguán”, y lo bueno es que todas las palabras examinadas –en total 29– hablan de los problemas que enfrenta Chile a partir del momento en que nos dimos cuenta de que tales problemas existían realmente y no eran un invento de ingratos, insatisfechos o autoflagelantes que desconocían los avances hechos por el país en las últimas tres décadas.

Raúl Zurita tomó “activismo” y se pronuncia con fervor acerca del activismo del amor, “el único que para mí cuenta” –afirma el poeta–, exponiéndose de ese modo a la querella por buenismo que nuestros intelectuales criollos posmodernos presentan cada vez que alguien utiliza la palabra “amor” o, peor aún, la pone en práctica.

Sigue Rafael Gumucio con “belleza”, otro término que puede sonar algo anacrónico en medio del culto a la fealdad que se ha impuesto en casi todas las ciudades de Chile. Una belleza –dice el escritor– que puede ser hallada, simplemente, “en la luz de las once y media de la mañana”.

Pablo Simonetti continúa con “creatividad”, que tanto nos falta, y en la que al autor pide avanzar en la lectura de una novela como lo hacemos cuando trepamos a un árbol y nos instalamos arriba a mirar las copas de otros árboles.

No tema el lector, puesto que voy a renunciar a ir una a una con las 29 palabras. Recuerdo como si fuera hoy la disertación sobre los papas Juanes que dio un compañero de colegio cuando fue entronizado Juan XXIII, y el público empezó a moverse inquieto en sus asientos cuando iba recién en Juan VII.

Solo dos palabras más –lo prometo–, puesto que dicen mucho al momento que nos toca vivir: “diálogo” y “encuentro”, dos términos muy ligados al espíritu que anima a Puerto de Ideas tanto en Valparaíso como en Antofagasta.

Es evidente el desgaste de la primera de esas dos palabras, tanto que en el habla actual ha sido reemplazada por “conversación”. Conversatorios tenemos hoy, no diálogos, quizás porque esta última palabra adquirió de pronto ese olor algo pesado que tienen las sacristías.

Lina Meruane arranca con “diálogo” para denunciar que se la ha utilizado ya muchas veces como una simple “táctica apaciguadora”, aunque valora lo que podría ser un “verdadero diálogo”, ese que transcurre entre iguales, ese que es a la vez transversal y transformador.

Tocante ahora a “encuentro (¡cuánto nos hace falta!), Sonia Montecino ve en ese término “una voz que nos abraza en la humanidad” cada vez que el encuentro tiene lugar entre “los diferentes como iguales”, como los hilos de diferentes colores hacen un mismo tejido.

¿No será este el momento de la historia patria en que debamos ir al encuentro de los demás, del otro, de los diferentes como iguales, de manera que, careciendo de unión, no renunciemos por ello a estar unos con otros, no renunciemos a la junta, como dicen los jóvenes para aludir a sus encuentros, por breves que estos sean, que ya es algo, y más que algo, si lo que el país debe decidir próximamente son nada menos que las condiciones institucionales de su futuro?

Publicado en El Mostrador (2 de marzo de 2021)