Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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24/03/2021

De ninguna manera, puesto que la existencia de dios es altamente improbable, tan improbable como si la divinidad, en caso de existir, estuviera interesada en hablarnos y, aún más, en hacerlo a través de una entidad igualmente difusa como aquello que llamamos “pueblo”. Es frecuente que a ciertos entrevistados que no creen en la existencia de dios, les pregunten qué dirían a este si luego de morir se encontraran cara a cara con él a las puertas del paraíso y tuvieran que explicar su ateísmo, y para mí la mejor de las respuestas a dicha pregunta fue la que dio el filósofo Bertrand Russell: “Nunca tuve evidencia suficiente”.

La voz del pueblo es solo la voz del pueblo, pero ¿qué es “pueblo”? Giovanni Sartori identificó nada menos que 6 significados de esa palabra: todo el mundo, un gran número o cantidad de personas, la mayor parte de la población, una mayoría limitada, los pobres, una totalidad orgánica que supera a cada uno de los que la forman.

De todos esos posibles significados, el más obvio y aceptable es el primero: todos, y si el pueblo es quien debe gobernar, quiere decir entonces que todos debemos hacerlo, aunque, en el hecho, y tratándose de la forma de gobierno que conocemos como «democracia”, la que gobierna es la mayoría, si bien con respeto de las minorías que hubieran sido derrotadas.

Y ni siquiera eso, puesto que en democracia quienes gobiernan son los representantes elegidos por la mayoría, ya sea que se trate del Presidente de la República, de los congresistas, de los futuros gobernadores, de los consejeros regionales, de los alcaldes y de los concejales a nivel municipal.

Este carácter representativo de la democracia puede y debe combinarse con modalidades de democracia directa, tales como la iniciativa popular de ley, la abrogación de leyes vigentes por parte de la ciudadanía, la revocación del mandato dado a representantes que incurran en graves infracciones jurídicas o éticas a los deberes propios de sus cargos, y los plebiscitos y referendos a que los ciudadanos pueden ser convocados para decidir asuntos de especial relevancia o para ratificar alguna decisión normativa adoptada antes por algún poder u órgano del Estado. Así, por ejemplo, la legitimidad que tendrá nuestra próxima Constitución será dada tanto por la elección por sufragio universal de los integrantes de la Convención Constitucional, como por el posterior plebiscito en que tendremos que aprobar o rechazar el texto que esa Convención acabe proponiendo.

Pero la sexta y última de las acepciones de “pueblo” antes identificadas es también digna de atención: una unidad orgánica que supera a cada uno de los individuos, grupos y sectores que lo integran, o sea, algo así como un macrosujeto, una entidad o colectivo homogéneo y dotado de voluntad unitaria y de una capacidad de expresar esta de manera clara, inequívoca y convincente. Sin embargo, algo semejante, al menos en una sociedad democrática y abierta, o sea, diversa, es solo una ficción, una entelequia, un invento de algunos que luego de sacarlo bajo la manga utilizan descaradamente a su propio favor.

Por fortuna, en Chile no vivimos en una sociedad homogénea. Vivimos en medio de una amplia y rica diversidad. Diversidad de orígenes, de creencias, de ideas, de planteamientos, de intereses, que, sin impedir que constituyamos una misma sociedad y formemos parte de un mismo Estado, impiden que lleguemos a configurar una común identidad. Algo así, que es bien patente en el caso de la sociedad, lo es también incluso tratándose de cada uno de nosotros, de los individuos, hombres y mujeres, que hablamos de nuestra identidad, es cierto, pero sin tener tampoco lo que podría llamarse una “monoidentidad”. Nadie es uno, y cada cual es más de uno.

Las personas no somos estados unitarios, sino federales, y el gobierno central de estos se nos vuelve a menudo difícil. El escritor italiano Antonio Tabucchi, a propósito del gran Fernando Pessoa, llegó a decir que lo que somos es “un baúl lleno de gente”. Examínese usted con cierta objetividad y distancia y comprobará que en verdad hay más de uno que habita en su interior, y sin que por ello tenga que correr al diván del psiquiatra ante la sospecha de esquizofrenia. Somos seres complejos, todos, no de una sola pieza, y hasta vamos muchas veces con alguna pieza de recambio.

Todo lo que podemos esperar de la próxima Convención Constitucional es que será tan diversa como lo es la propia sociedad chilena actual. Habrá allí heterogeneidad y no uniformidad, esto es, diferenciación de sus integrantes en cuanto a orígenes, creencias, ideas, planteamientos e intereses, de manera que la tarea a realizar no va a ser descubrir cuál o cuáles de los constituyentes hablan con la voz del pueblo, aunque más de alguno se la atribuirá, sino cómo llegar a acuerdos en pos de ese pacto de convivencia que es toda Constitución. Allí los constituyentes se reunirán como diferentes, pero a la vez como iguales, y tendrán que tratarse con pareja consideración y respeto, no como dos barras bravas rivales que se encuentran camino del estadio y se insultan, haces gestos obscenos y hasta se agreden una a la otra.

Debemos tener más cuidado con el uso de la palabra “pueblo”, y no solo porque la voz de este no sea la voz de dios, sino porque dicha palabra no alude a uniformidad, sino a diversidad, a diferencias y no a coincidencias, y a diferencias que a menudo rivalizan entre sí. Las sociedades abiertas son algo parecido a un avispero de múltiples y distintas creencias, ideas, modos de vida e intereses, si bien el principal desafío para una Convención Constitucional será tenerlas a todas sobre la mesa y deliberar con prudencia en búsqueda de propuestas que se condigan con lo que pueda ser el interés general del país.

Publicado en El Mostrador (24.03.2021)