Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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4/01/2012

«La política abunda en majaderías, y la que ahora parece ponerse de turno consiste en proclamar que el peor de los actuales males de Chile es el temporal y comprensible silencio -que si mortifica es únicamente a sus opositores- de una ex presidenta que no hace otra cosa que jugar sus cartas de la misma manera que todos hacen en política: procurando ganar y no perder…»

El Presidente de la República dijo en reciente entrevista que sería un tremendo error volver atrás y que la Concertación no es el camino que Chile necesita. Tiene toda la razón, aunque lo que parece no advertir es que eso lo saben hace ya rato los propios partidarios de la Concertación.
Los votantes de ésta tienen claro que, tal como la conocemos, integrada por los cuatro partidos que respaldaron igual número de gobiernos y que después de la derrota electoral de 2010 ha subsistido con grandes dificultades, no será la que vuelva al poder en 2014. Lo que podríamos tener a partir de ese año en el gobierno se parecerá a la Concertación en lo principal -será también una coalición de centroizquierda-, pero su conformación partidaria y social resultará más amplia que la actual Concertación de Partidos por la Democracia, puesto que -aunque sea únicamente por un asunto de nombres- la tarea ahora, a 25 años de su gradual y todavía incompleta recuperación, es mucho más que luchar por la democracia.
En cualquier caso, lo que está por venir -una convergencia amplia de centroizquierda- no supondrá la extinción de la actual Concertación. Todo lo contrario, el futuro próximo exigirá el protagonismo de ella para producir la convergencia que podría gobernar el país a partir de 2014.
Si la Concertación constituye una formación de centroizquierda, y si lo que está por venir tendrá ese mismo carácter, ello se debe a una razón muy simple: lo que hay en la primera y lo que tendremos también mañana será una convergencia de partidos de izquierda más uno de centro, la Democracia Cristiana.
Es por esa razón que la Concertación, con toda propiedad, se ha presentado siempre como agrupación de centroizquierda, al revés de la Alianza cuando se autodenomina de centroderecha. En Chile lo que tenemos es derecha, no centroderecha, porque -pregunto- ¿cuál de los dos partidos de la Alianza es de centro? ¿La UDI? Desde luego que no. ¿RN? Tampoco, a pesar del esfuerzo del grupo liberal minoritario que existe en su interior, aunque con la singularidad de que una de sus más visibles integrantes -la diputada Rubilar- se ha puesto al lado del candidato de la UDI no más abandonar éste el gabinete.
Siempre he creído que si nuestra derecha se presenta como «centroderecha» es únicamente para captar algo del voto de centro y para suavizar una palabra que, como ella bien sabe, tiene probada mala aceptación ciudadana: derecha.
En la elección de 2010, la derecha chilena, consciente de su déficit de centro, colaboró con entusiasmo, y probablemente hasta con recursos, al invento de dos partidos -Chile Primero y el PRI-, de los cuales sólo quedan los despojos del primero y un patético desorden en el segundo. Ese doble invento fue el que permitió a la Alianza disputar la elección de 2010 con nuevo nombre, «Coalición por el cambio», un tercer invento que duró lo que todos sabemos.
De Michelle Bachelet, juiciosamente, el Presidente Piñera no habló en su entrevista. Ni la denostó como hacen los dirigentes de su sector, ni la aduló como los del lado opuesto, y menos aún se sumó al coro de los que acaban de inventar que su obligado y transitorio silencio es antidemocrático e incluso inmoral, una acusación que no deja de sorprender, puesto que siendo la política lo que es -búsqueda, ejercicio, incremento y conservación del poder-, resulta bastante extraño que detractores de Bachelet le exijan dejar de hacer lo que por el momento le conviene para competir con mayores posibilidades de éxito en la próxima contienda presidencial.
La política abunda en majaderías, y la que ahora parece ponerse de turno consiste en proclamar que el peor de los actuales males de Chile es el temporal y comprensible silencio -que si mortifica es únicamente a sus opositores- de una ex presidenta que no hace otra cosa que jugar sus cartas de la misma manera que todos hacen en política: procurando ganar y no perder.

Vaya inmoralidad.