Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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17/02/2012

«Las cosas cambian, cómo no, y también lo hacen las ciudades, y no volveremos a sentir en la playa de Miramar el aroma que los pinos de la Quinta Vergara despiden en las mañanas húmedas del verano -como celebraba nuestra María Luisa Bombal-, ni volveremos tampoco a escuchar en el interior de una casa de la avenida Libertad (¿queda alguna?) el confortable sonido de los cascos de los caballos al paso de un coche Victoria que avanza por esa vía a primeras horas de una noche de invierno, ni visualizaremos ya el canto de Ennio Moltedo a un muelle de Caleta Abarca ‘hollado por visitantes, por rondas musicales y cubierto de colores de pañuelos’. Pero el cambio tiene que ser algo que una ciudad planifique y no que simplemente le sobrevenga…»

Es lo que nos pasa a quienes vivimos en Viña del Mar o en Valparaíso -ser habitantes de dos ciudades-, puesto que reconocemos una doble y a la par feliz pertenencia. Por lo mismo, la suerte que corra cada una de esas dos ciudades es también, en alguna medida, la de la otra En Viña tengo el barrio de Miraflores, el Valparaíso Sporting Club, la avenida Perú, la playa de Las Salinas, la laguna de Sausalito, el Club Naval de Campo, la Quinta Vergara, el Parque del Salitre y el Club de Viña del Mar. Tengo el café donde paso cada día el mejor momento de la mañana, la azulada visión del Club de Yates, el recuerdo del balneario de Recreo que revivo desde la ventana del vagón del Metro que a diario me lleva a Valparaíso, las ciclovías por las que deslizo las ruedas de mi bicicleta, y los enormes plátanos orientales cuyos primeros brotes cada mes de agosto producen el efecto de poner mi ánimo por las nubes. No puedo decir que tengo a Everton, porque soy de Wanderers, y tratándose de un asunto tan serio como el fútbol todos somos de una sola tienda, aunque nada me impide desear que el cuadro oro y cielo vuelva pronto a primera división, o a Primera B, como se dice ahora para referirse de manera algo absurda, aunque también menos lapidaria, a los clubes que disputan la serie de ascenso.

En cuanto habitante de dos ciudades, celebro lo bueno y lamento lo malo que a ellas pueda ocurrirles, de manera que si la recuperación del borde costero viñamarino y las condiciones que el municipio ha puesto a los propietarios de las privilegiadas hectáreas que en la avenida Jorge Montt ocupaban las distribuidoras de combustible son acontecimientos y decisiones felices, la impresionante y extendida rotura de calzadas y veredas en la población Vergara y el auténtico caos que produce la agresiva congestión de buses y colectivos en las principales calles de la ciudad, con la abrumadora contaminación acústica de bocinas empleadas sin control por los conductores al llegar a cada paradero para llamar la atención de quienes esperan transporte público, son hechos graves que deberían ser corregidos. Las cosas cambian, cómo no, y también lo hacen las ciudades, y no volveremos a sentir en la playa de Miramar el aroma que los pinos de la Quinta Vergara despiden en las mañanas húmedas del verano -como celebraba nuestra María Luisa Bombal-, ni volveremos tampoco a escuchar en el interior de una casa de la avenida Libertad (¿queda alguna?) el confortable sonido de los cascos de los caballos al paso de un coche Victoria que avanza por esa vía a primeras horas de una noche de invierno, ni visualizaremos ya el canto de Ennio Moltedo a un muelle de Caleta Abarca «hollado por visitantes, por rondas musicales y cubierto de colores de pañuelos». Pero el cambio tiene que ser algo que una ciudad planifique y no que simplemente le sobrevenga. Ruido, mucho ruido, tanto, tanto ruido -como lamentan Sabina y Serrat en uno de sus dúos-, agudizado en esta época del año por legiones de alborotadores y promotoras – teams los llaman- que irrumpen con su majadera publicidad y sus pesados altoparlantes en las playas de la zona para fastidiar a bañistas y paseantes, y alguien tendría entonces que protegernos del ruido de las grandes ciudades antes de que él acabe con nosotros. Si de las ciudades hay que retirar todos los días la basura, también hay que hacerlo con la basura del ruido. ¿Algo que añadir acerca de Viña y Valparaíso, dos ciudades que nos hacen felices tanto en lo que se complementan como en aquello que se diferencian? Podría agregarse mucho más, especialmente de cara a las autoridades del transporte que autorizan sin límite líneas y nuevos recorridos y dotaciones para buses y colectivos, incrementando hasta el delirio la cantidad de unos y otros, fomentando así la implacable guerrilla urbana que protagonizan cada día a la caza de pasajeros.