Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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13/04/2012

«Es seguro que algunos de nuestros actuales conservadores se avergonzarán de no pocas de las antiguas causas abrazadas por sus antepasados, aunque no sacan las lecciones que deberían aprender luego de esa extensa y sucesiva cadena de errores, o cuando menos de fracasos, en los que incurrieron al estipular verdades morales absolutas que fueron masivamente abandonadas por la sociedad, incluido el mismo sector que en su momento las defendió con pasión, valiéndose de la excomunión y hasta de la fuerza del aparato estatal…»

En materias morales el conservadurismo se caracteriza por la adopción de un código ético, generalmente derivado de un credo religioso cualquiera o de la jerarquía de una iglesia en particular, a cuyos principios y normas confiere un valor absoluto y, por ende, universal, inalterable y permanente. Son normas y principios parecidos al fuego -por emplear la analogía de Aristóteles- que «queman aquí lo mismo que en Persia». Es a partir de ese conservadurismo que en el caso de nuestro país un sector importante de la sociedad, aunque en progresiva declinación en las últimas décadas, se ha opuesto, desde el siglo XIX en adelante, al registro civil de nacimientos y defunciones, a los cementerios laicos, a nuestra primera ley de matrimonio civil, al término de la censura de libros, al voto de la mujer, a los métodos anticonceptivos y políticas públicas de planificación familiar, al aborto terapéutico, a las primeras iniciativas en materia de trasplantes de órganos, a la igualdad de los hijos nacidos dentro o fuera del matrimonio, a la abolición de la censura cinematográfica, al uso del condón, y, más recientemente, a los anticonceptivos de emergencia, a la unión civil y ni qué decir al matrimonio entre personas de un mismo sexo, a la adopción pedida por parejas homosexuales, al aborto en caso de violación o de un feto comprobadamente inviable para sobrevivir siquiera algunas horas después del nacimiento, y a una abierta y sincera discusión sobre la eutanasia activa practicada en situaciones excepcionales y con el consentimiento de quien pide que se le deje morir. Es seguro que algunos de nuestros actuales conservadores se avergonzarán de no pocas de las antiguas causas abrazadas por sus antepasados, aunque no sacan las lecciones que deberían aprender luego de esa extensa y sucesiva cadena de errores, o cuando menos de fracasos, en los que incurrieron al estipular verdades morales absolutas que fueron masivamente abandonadas por la sociedad, incluido el mismo sector que en su momento las defendió con pasión, valiéndose de la excomunión y hasta de la fuerza del aparato estatal.

Lo llamativo es que en todos los casos señalados, el conservadurismo criollo ha proclamado, en distintas épocas, que la sociedad chilena se precipitaría en las tinieblas morales si daba cada uno de los pasos aludidos, valiéndose para ello de los múltiples centros de poder, de enseñanza y medios de comunicación que controlaba. Todos recordamos, por ejemplo, la oprobiosa campaña contra el proyecto de ley de divorcio, incluidos los poco caritativos spots televisivos de un canal católico que estigmatizaban a los hijos de padres separados. Pues bien, ni tinieblas morales ni nada que se le parezca, el país ha seguido adelante, liberalizándose cada vez más en sus creencias, comportamientos y modos de vida, derrotando, aunque a veces con demasiada tardanza, a las posiciones conservadoras de sus elites que no se correspondían con la de la mayoría de la población ni con la autonomía de cada individuo para razonar sobre la idea de bien y las consiguientes pautas morales que debe observar. El matrimonio entre personas del mismo sexo, la despenalización del aborto en determinadas hipótesis y la eutanasia activa, son asuntos moralmente relevantes que alinean ahora a los conservadores, negándose incluso a debatir sobre tales materias, haciendo invocaciones vagas y generales a la «naturaleza» y a la «vida».

Se trata, por cierto, de materias sobre las que no se debe legislar de manera precipitada, aunque sería deseable que a lo menos se discutieran en sede legislativa con regularidad, no intermitentemente, de manera que, como pasó con la ley de divorcio, no seamos el último país de Occidente en legislar sobre ellas.