Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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15/03/2013

«La democracia no puede ser reducida a simple trampolín hacia el poder para luego olvidarse de ella. La disyuntiva es reforma o revolución, y si hay algunos a los que la primera parece poca cosa, lo que tienen es un problema con la democracia…»

Como era previsible, la muerte de Hugo Chávez precipitó ríos de tinta. Las circunstancias de su enfermedad y de su muerte, manejadas con esa inescrutable mezcla de secreto y engaño que es propia de dictaduras y autocracias, unidas al peculiar carácter, retórica y gestualidad del personaje, sin olvidar sus controvertidas decisiones y el enigma de su sucesión que él despejó en vida como si se tratara de un emperador, excitaron el interés de los analistas. No seré yo la excepción, aunque voy a concentrarme en un punto específico: la actitud que la izquierda tuvo con el polémico gobernante venezolano. De la derecha no me ocuparé, porque su posición consistió siempre en el rechazo a las políticas internas de Chávez y a su desmesurada pretensión de encabezar un latinoamericanismo que pudiera crecer a la sombra de alguien que, como todos los muertos, no está en condiciones de decir si se siente o no bien representado: Bolívar. Algo parecido a lo que ocurre con José Martí, cuya estatuaria y muda figura en la Plaza de la Revolución de La Habana no puede insistir en los postulados democráticos, republicanos y anticomunistas que sostuvo en vida.

La cuestión de fondo no es Chávez. No lo fue antes ni lo es ahora. El asunto tiene que ver con cuál es el camino de la izquierda en nuestro continente. Por cierto que la respuesta no puede ser otra que ésta: el que en cada país se decida libre y democráticamente, aunque la cosa adquiere otra dimensión cuando aparecen dos izquierdas -por un lado, la del ex mandatario uruguayo Tabaré Vázquez, la de Lula, la de Rousseff, la de Lagos, la de Bachelet, y, por otro, la de los hermanos Castro, Chávez, Correa y Evo Morales-, y la segunda de ellas, junto con declararse revolucionaria, denigra a la primera, presentándola como tibia socialdemocracia cautiva del reformismo y gradualismo democráticos y de las reglas que esta forma de gobierno establece no solo para acceder al poder, sino también para ejercerlo, dividirlo, incrementarlo y conservarlo.

Allí está la principal diferencia entre esas dos izquierdas: una, la de Chávez, renuncia a la violencia para hacerse con el poder, que es lo mismo que decir que renuncia a la revolución, pero, una vez que lo consigue, se carga total o parcialmente las reglas democráticas acerca del ejercicio y división del poder, invocando para ello -ahora sí- la palabra «revolución», y promueve cambios constitucionales que confirmen al providencial gobernante en su carácter de redentor vitalicio; la otra, la de Rousseff, rechaza también la vía revolucionaria para disputar el poder, pero, al hacerse de éste por medio de elecciones, lo ejerce luego con estricto apego a las reglas de la democracia, abandonándolo después del correspondiente período, sin incurrir en la tentación ni en el mal gusto de asegurarse una reelección permanente.

Lo que a mí me ha sorprendido es la condescendencia mostrada con Chávez por la segunda de esas izquierdas y el tono conciliador y anecdótico con que parte de ella se ha referido a la figura del fallecido gobernante. Es cierto que el momento inmediatamente posterior a la muerte de un mandatario no es el más indicado para hacer bien las cuentas, pero una izquierda democrática, una izquierda que opta conscientemente por hacer cambios ciñéndose a las reglas que esta forma de gobierno establece para todo cuanto señalamos -acceder, ejercer, dividir, incrementar y conservar el poder-, no puede comportarse livianamente con quienes, vivos o muertos, propician la democracia sólo como vía útil para conquistar un poder que luego se ejerce, se incrementa y se conserva con desprecio total o parcial de ella. La democracia no puede ser reducida a simple trampolín hacia el poder para luego olvidarse de ella.

La disyuntiva es reforma o revolución, y si hay algunos a los que la primera parece poca cosa, lo que tienen es un problema con la democracia.