Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
Top
5/12/2014

«Tener un desacuerdo no significa que quien se nos opone sea un bellaco o un ignorante, como tampoco constituye un fracaso resolver en un parlamento, a mano alzada, un asunto que divide las opiniones…»

Característica de una sociedad abierta es la pluralidad, el hecho de acoger creencias, ideas, preferencias e intereses múltiples, diversos y muchas veces contrapuestos. De esa pluralidad surgen los desacuerdos entre individuos y organizaciones que tienen cada cual sus propias creencias, ideas, preferencias e intereses, las cuales expresan y defienden libremente.

Tenemos desacuerdos acerca de si Dios existe o no, acerca de la religión verdadera, acerca del sentido de la vida humana, acerca de la idea de bien y de lo que debe hacerse para llevar una vida buena, acerca de la mejor forma de gobierno, acerca de lo que debería hacerse para que todos accedan a bienes básicos de atención sanitaria, educación, trabajo, vivienda y previsión, acerca de la familia, acerca de la educación, acerca del tipo de economía que más conviene, acerca de cómo distribuir el presupuesto de la nación, acerca del matrimonio, acerca del divorcio, acerca de la sexualidad, acerca de la procreación, acerca del aborto, acerca de la eutanasia, y sume usted la impresionante variedad de asuntos importantes en que no nos ponemos de acuerdo.

Los desacuerdos suelen ser fuente de conflictos, esto es, de enfrentamientos entre quienes están de un lado y de otro, de manera que vivir en sociedad no es hacerlo únicamente en relaciones de intercambio, de colaboración y de solidaridad, sino también de conflicto. El conflicto no es una patología, sino un fenómeno inseparable de la vida en común, y todo lo más que podemos hacer frente a él es proveer instancias y procedimientos a través de los cuales pueda intentarse una solución pacífica, pronta y justa que no resulte de la imposición de la ley del más fuerte.

Hay sociedades como la chilena que tratan a los desacuerdos como anomalías y a los conflictos como males. Historiadores, sociólogos y psicólogos deben tener alguna explicación de ese fenómeno, pero el hecho es que los naturales desacuerdos entre individuos y los muchas veces inevitables conflictos que se producen en toda sociedad parecen alterarnos el ánimo mucho más allá de lo razonable, haciéndonos creer que unos y otros nos ponen a cada instante al borde del abismo y que lo que hay que hacer es correr a establecer un consenso que corrija la anomalía de los desacuerdos y mejore la enfermedad del conflicto.

Es posible que la fatal lógica del conflicto a cualquier precio, que se impuso a inicios de la década de los 70 del siglo pasado, sea la causa de que, a partir de 1990, hayamos adoptado la mala lógica del acuerdo a como dé lugar. Si me permiten ponerlo de este modo, la lógica del conflicto a cualquier precio se parece a la retroexcavadora, mientras que la del acuerdo a como dé lugar al simple paño de sacudir.

Si no existieran desacuerdos acerca de la mejor manera de ordenar la sociedad, no habría política; y si no se produjeran conflictos en nuestra vida en común, no existiría el derecho. El antagonismo que traen consigo los conflictos, así como la hegemonía que a propósito de ellos buscan conseguir las partes, es lo constitutivo de lo político, mientras que resolver conflictos es una de las más importantes funciones del derecho.

La reciente visita de Jeremy Waldron, profesor de la Universidad de N. York, es lo que motiva las precedentes reflexiones. Waldron no está interesado en decirnos qué es lo justo, sino en mostrar que los desacuerdos sobre el particular encuentran en las instituciones democráticas el espacio donde identificarse y debatir entre sí, y que si llegar a consensos constituye un buen objetivo, no es del caso avergonzarse cuando no se producen y es preciso echar mano de la regla de la mayoría. Lejos de dañar a la política, los desacuerdos la ponen en movimiento.
Tener un desacuerdo no significa que quien se nos opone sea un bellaco o un ignorante, como tampoco constituye un fracaso resolver en un parlamento, a mano alzada, un asunto que divide las opiniones.

Waldron tendría que venir más a menudo a un país siempre horrorizado ante desacuerdos y conflictos.