Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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8/05/2015

«Nuestra crisis de confianza y credibilidad concierne antes al funcionamiento de las instituciones que a la existencia de estas. Nadie está por eliminar la democracia, pero se demanda una mejor democracia…»

Lo que tenemos hoy no es una crisis de las instituciones, sino de la confianza y credibilidad en ellas. Una situación que podría llegar a transformarse en crisis de las instituciones, y de allí que estemos movilizados para superarla. Se trata de evitar que de la crisis de confianza y credibilidad en las instituciones pasemos a una de las propias instituciones, para lo cual es necesario contener la primera de esas crisis.

La caída de la confianza y credibilidad se expresó hace ya mucho en un larvado malestar y, andando el tiempo, en una inconformidad evidente para todos, salvo para aquellos de nuestros analistas que con manifiesta simpleza, y quizás algo de cinismo, creían que con un mall en cada ciudad bastaba para que los chilenos fuéramos felices y nos despreocupáramos de los asuntos públicos. Ese fue también el sueño de Pinochet. Es cierto que todos queremos ser consumidores, mas no al precio de dejar de comportarnos como ciudadanos.

En un sentido blando de la palabra, todo y todos estamos siempre en crisis, en situaciones complicadas de las que querríamos transitar a estados mejores, aunque en un significado duro ella designa mucho más que una simple situación difícil o anómala. Según este segundo significado, «crisis» refiere a peligro inminente y grave, el mismo que se atribuye a un paciente del que se dice que se encuentra en estado crítico. El ideograma japonés para «crisis» está formado por dos signos: uno indica peligro y el otro oportunidad. Es por eso que se ha vuelto un lugar común decir que las crisis representan oportunidades, aunque molesta escuchar esa declaración en labios de quienes han causado una crisis. Pero si las crisis son oportunidades, hay que saber manejarlas, lo mismo que hace el médico que administra antibióticos a un paciente en el momento en que todavía es posible detener la infección.

Nuestra crisis de confianza y credibilidad concierne antes al funcionamiento de las instituciones que a la existencia de estas. Nadie está por eliminar la democracia, pero se demanda una mejor democracia, más participativa, más representativa, más deliberativa. Nadie pretende que no haya política, pero se exige que sea de calidad y que los políticos den muestras de que trabajan por el bien del país y no para provecho de sus carreras personales o beneficio del partido al cual pertenecen. Nadie negaría la conveniencia de contar con un parlamento elegido por sufragio universal y con un Ejecutivo que encarne en un Presidente de la República y en una administración subordinada a este, si bien de ambos se exige un mejor cumplimiento de sus funciones y una sujeción a reglas y buenas prácticas que aseguren probidad y transparencia. Algo similar ocurre en el ámbito empresarial, puesto que nadie imagina un país sin empresas, sin empresarios y sin libertad de iniciativa económica, aunque espera que el funcionamiento de las primeras, el comportamiento de los segundos y el ejercicio de la tercera se ajusten a estándares jurídicos y éticos que cuenten con controles efectivos y sanciones reales en caso de incumplimiento.

En cuanto a la Constitución, nadie quiere vivir sin un texto constitucional, pero la mayoría no acepta continuar con la reforma a cuentagotas del actual. ¿Es que hemos olvidado que recién en 2003 salió la censura cinematográfica de la Constitución y que solo en 2005 fue eliminada la antidemocrática institución de los senadores vitalicios y designados? A eso me refiero con lo del cuentagotas. Gotitas constitucionales es lo que nos han dado, y cuando han sido algo más que gotas, ellas llegaron con vergonzosa tardanza.

Cabe esperar que el 21 de mayo la Presidenta especifique en qué consistirá el proceso constituyente que fue anunciado de manera algo vaga. Nuestros desacuerdos constitucionales no aguantan mayor dilación y es necesario fijar un camino para resolverlos, así se molesten los sectores conservadores que lamentan la incertidumbre que les produce saber que la Constitución que impusieron en 1980 será reemplazada.

Porque «incertidumbre» se ha vuelto la palabra más pronunciada por las élites chilenas que viven en la abundancia.