Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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12/02/2016

«El resto del verano -digamos unos cuantos días fuera de Chile- lo deciden siempre nuestras hijas. Me citan en el aeropuerto un día y hora determinados, consiguen la tarjeta de embarque, me pasan por Policía Internacional, y recién cuando estamos en el avión notifican el destino que llevamos…»

Advertí que mi pasaporte estaba vencido y concurrí a las oficinas del Registro Civil para obtener uno nuevo. Tuve la suerte de encontrarlas abiertas y con su personal trabajando. «¿De 34 o 64 páginas?», preguntó el funcionario. «¿Qué cosa?», inquirí. «Su pasaporte, señor, ¿lo quiere de 34 o de 64 páginas?». «De 34», indiqué sin vacilar, aunque estuve a punto de consultarle si no tenía de menos, atendida la edad que he alcanzado, los cada vez menos frecuentes viajes por motivos académicos y un sedentarismo crónico que hace que durante el año me desplace apenas entre Viña del Mar, Valparaíso y Santiago. «¡Qué lejos estamos de casa!», lamento ante mi desconcertada mujer cuando conduce de vuelta a Viña y vamos recién en Curacaví.

En una época en que viajar se ha vuelto extremadamente popular y en la que se ha impuesto la idea de que el descanso se vincula antes a desplazarse que a permanecer, cuando salimos cada verano hacia Los Vilos no puedo evitar sentir, ya a la altura de Maitencillo, la familiar punzada de la angustia de viaje. Además, es raro lo que pasa con Los Vilos a propósito de la señalización caminera hacia el norte. Toda ella no menciona otro lugar que Los Vilos y cuántos kilómetros faltan para llegar allí. Tongoy no aparece jamás, tampoco La Serena, Ovalle nunca. Solo Los Vilos. Debo esta observación al economista Andrés Bianchi y ninguno de los dos tiene una explicación satisfactoria para tan extraño fenómeno. Cualquier extranjero que tomara la Ruta 5 Norte podría creer que Los Vilos es la Venecia chilena. Los Vilos, Los Vilos, Los Vilos, nada más que Los Vilos, como si el concesionario de la carretera considerara que todos los automovilistas llevan ese único destino. Si bien he viajado poco, puedo afirmar que se trata de la señalética más sesgada que he visto nunca en una autopista. Es como si hacia el norte solo existiera Los Vilos o Chile terminara en esa amable comuna.

Este verano estuve otra vez en Los Vilos. Allí, como parte de un reducidísimo y muy selecto grupo de personas, es donde duermo mejor, tanto como en París, debo reconocerlo, aunque suene a pedantería, porque las más largas y profundas jornadas de sueño de mi vida las he tenido en las contadas noches de invierno que he pasado en la ciudad luz. Duermo bien en Los Vilos, pero allí también se come, se lee, se bebe, se ríe, se conversa, se proyectan películas en el living de la casa que nos acoge, se concurre todas las mañanas al café del Bodegón Cultural, y se compran dobladas, queso de cabra, reinetas, y congrio colorado para un caldillo hecho al horno que todavía tenemos pendiente. Poco después del mediodía, teniendo a la vista la vieja higuera del Bodegón, experimento la adormecedora sensación de que la jornada no continuará avanzando, que no llegará la tarde ni menos el anochecer, algo que relaciono con el sonido de los abejorros de colores que planean entre una flor y otra con meditada pereza.

El resto del verano -digamos unos cuantos días fuera de Chile- lo deciden siempre nuestras hijas. Me citan en el aeropuerto un día y hora determinados, consiguen la tarjeta de embarque, me pasan por Policía Internacional, y recién cuando estamos en el avión notifican el destino que llevamos. A veces ni siquiera eso, de manera que en cada escala tengo que permanecer atento a ver si retiran su equipaje de mano para disponerse a bajar. Es de esa manera que he llegado a ciegas a lugares bastante exóticos. Este verano la única instrucción que recibí fue que renovara mi pasaporte.

Lo hice y dentro de un par de días me presentaré puntualmente en el aeropuerto. Confiado, obediente, sumiso, estoy ya disfrutando lo mejor del verano: verme liberado de tomar decisiones. Una vez instalados en el hotel me dejaré simplemente anunciar la agenda de cada día. Los sitios que visite los disfrutaré aún más por no haber tenido la necesidad de elegirlos. Solo exigiré, como siempre, que respeten mis horas de sueño, porque no pierdo la esperanza de encontrar un lugar en que consiga dormir mejor que en París y Los Vilos.