Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
Top
26/08/2016

«Nos guste o no la palabra (es otra de las que, por incómoda, se baten hoy en retirada), la república se relaciona con la virtud. Se trata de un ideal político y moral bastante exigente, utópico incluso, pero al que deberíamos mirar para que nuestra actual pobreza republicana no empeore en indigencia».

No sin cierto orgullo, afirmamos que Chile es una república, con lo cual queremos decir que no somos una monarquía. Bastante a menudo, nuestros políticos y periodistas aluden también al «espíritu republicano» que perciben en determinadas situaciones de la vida nacional. Y así como figuró en nuestras Constituciones pasadas, y también en la actual, con toda seguridad la palabra «república» estará presente en alguno de los primeros artículos de una nueva Constitución.

Con todo, «república» es algo más que un régimen opuesto a la monarquía, es decir, a aquel en que el gobierno está en manos de uno solo que accede al poder en consideración al vínculo de sangre que lo une con el gobernante anterior, sin que en tal sustitución se produzca ninguna participación de los súbditos. Estos lloran al monarca que acaba de morir y lanzan vivas al que se instala a continuación en el trono. Y pobre de ellos si no lo hicieran. Por cierto que las monarquías de nuestro tiempo responden a un diseño distinto, puesto que se trata de monarquías constitucionales, lo cual, bien visto, es un perfecto oxímoron, es decir, una flagrante contradicción en los términos, aunque ya sabemos a qué se reducen ellas: a una figura simbólica, decorativa, glamorosa, si bien cuesta bastante dinero a los Estados que la conservan.

Por su parte, el «espíritu republicano» es bastante más que aquel que sentimos flotar en determinados actos públicos cuya solemnidad y riguroso protocolo impresionan a los presentes y a los telespectadores que los siguen en sus casas. Es lo que ocurre con la ceremonia del 21 de mayo en el Congreso Nacional y lo que acontece también con motivo del funeral de Estado que se hace a un ex Presidente de la República. Se trata de una cierta vibración ambiente, como si en esos momentos entrara más aire por nuestras narices y experimentáramos una intensa pero también fugaz agitación emocional que nos hace sentir bien y partes de un todo.

Ese todo es el que late en la raíz etimológica de la palabra «república», res- publica, cosa pública, o sea, algo que nos concierne, compromete e impresiona a todos por igual, con independencia de las ideas políticas que puedan tenerse, o sea, más allá de si nos gusta o no el Presidente que da su mensaje del 21 de mayo y de si nos simpatizaba o no el mandatario que está siendo sepultado en medio de un ritual que mueve a un generalizado y silencioso respeto.

Es esa raíz la que tendríamos que recuperar si queremos continuar siendo una república e incluir responsablemente esta palabra en el futuro texto constitucional, más allá de que con ella se quiera decir que en Chile no tenemos monarquía y que vamos a conservar una cierta compostura en determinadas ceremonias. Recuperar dicha raíz, porque si continúa la degradación de nuestra política, de la mano de la corrupción, de la mediocridad y de la supremacía de lo privado sobre lo público, del interés personal sobre el colectivo, del bien propio sobre el común, «república» será solo una palabra de compromiso que sin mayor reflexión volveremos a incluir en la Constitución que regirá en el futuro.

«República» no alude solo a una forma del Estado en que la soberanía pertenece a todos, a diferencia de la monarquía, en que pertenece a uno. Es también una forma de gobernar, y supone que los gobernantes, los legisladores, los partidos, las autoridades de cualquier tipo, pero también los ciudadanos y las organizaciones que estos forman, se guían ante todo por el bien colectivo y no por el interés propio. La república acepta los intereses y objetivos privados de los individuos y grupos, pero haciéndoles ver que hay también un bien común que cautelar y que esos mismos objetivos privados no tendrían posibilidad de conseguirse fuera de la vida en común. La república condena la confusión entre el bien privado y el bien público y ni qué decir la apropiación de este por aquel.

Nos guste o no la palabra (es otra de las que, por incómoda, se baten hoy en retirada), la república se relaciona con la virtud. Se trata de un ideal político y moral bastante exigente, utópico incluso, pero al que deberíamos mirar para que nuestra actual pobreza republicana no empeore en indigencia.