Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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18/11/2016

«Un encuestador tiene derecho a preguntar lo que se le ocurra, aunque no lo tiene a sacar cualquier conclusión que se le venga a la cabeza con los precarios resultados que obtiene cuando pregunta por Dios o por la felicidad de las personas…».

Una de las obsesiones de los tiempos que corren es la de medirlo todo, incluso aquello que no se puede medir, como es el caso de la felicidad, con el efecto de que basta que una empresa de las que han hecho de esta práctica una lucrativa industria efectúe un centenar de llamadas telefónicas para que sus resultados circulen luego como si se trataran de una verdad asentada y segura. Luego de las encuestas sobre felicidad (o acaso tan solo sondeos de opinión o, menos aun, simple registro del estado de ánimo de los que responden el teléfono) vienen los rankings de felicidad, es decir, la lista con el puesto que cada país ocupa en la escala mundial de la felicidad. No sé por qué lugar anda Chile hoy, pero tengo entendido que hace un par de años mejoramos algo así como 20 puestos a raíz de los problemas que empezaron a tener los países europeos. No sé los lectores de esta columna, pero yo no sentí para nada un salto tan espectacular en mi felicidad ni tampoco en la de mis sufridos compatriotas.

Compatriotas que en sondeos sobre la felicidad confiesan ser muy felices con su vida (un 57%), nada con el país en que viven, y que declaran que no más del 20% de las personas que conocen son felices. ¿Cómo explicar datos tan inconsistentes unos con otros? Yo feliz, el país una porquería, y la inmensa mayoría de los chilenos, salvo el que responde, profundamente desdichados.

En toda encuesta, simple sondeo de opinión o registro telefónico de estados de ánimo (porque ya va siendo hora de que los «encuestadores» pongan en sus tarjetas de visita lo que realmente hacen), hay siempre un margen para la insinceridad, especialmente si se consulta acerca de la felicidad de las personas y ni qué decir cuando se les pregunta si creen o no en Dios.

Cuando un desconocido llama por teléfono o detiene en la calle a una persona y le pregunta qué tomó esa mañana como desayuno, el margen de insinceridad de la respuesta es muy bajo. ¿Qué problema hay en decir que fue una taza de té acompañada de pan con mantequilla? Ninguno. Alguien podría presumir un poco y agregar dos huevos revueltos, pero nada más. Pero si le preguntan por su felicidad, es probable que el sujeto consultado lo piense dos veces antes de declarar que no lo es, o que lo es solo a medias, o que lo es en muy escasa medida. Y es perfectamente entendible que así sea, porque toda persona razonable siente la infelicidad como un oprobio y tiende a eludir cualquier respuesta que lo pudiera poner del lado de los olvidados de la fortuna. Muchas personas están más preocupadas de parecer felices que de serlo y el encuestador es toda una oportunidad para ello.

Algo parecido ocurre con la pregunta acerca de si creemos o no en Dios. «Ateo» suena todavía como una fea palabra, como una condición que avergüenza o que, cuando menos, obliga a dar explicaciones, y es por eso que no pocos de los consultados prefieren declararse agnósticos o utilizar cualquier otra vía de escape para no quedar del lado de los desfavorecidos, en este caso de la fe. Es famosa la horrorizada pregunta que formuló la madre de una cantante que acababa de declararse atea en una entrevista. «Está bien no creer en Dios -comentó la desconcertada progenitora-, pero ¡¿atea?!»
Es sabida también la respuesta que dio aquel que fue detenido en la calle por alguien que le preguntó si se dejaría corromper: «si se trata de una encuesta, no; pero si se trata de una proposición, pues conversemos».
Un encuestador tiene derecho a preguntar lo que se le ocurra, aunque no lo tiene a sacar cualquier conclusión que se le venga a la cabeza con los precarios resultados que obtiene cuando pregunta por Dios o por la felicidad de las personas. Tampoco los medios deberían hacer grandes editoriales a partir de esos resultados y llegar a demasiadas conclusiones. Deberíamos mirar esos resultados con desconfianza, con una cierta ironía, y -¿por qué no?- alentar la esperanza de que alguna vez pudiera dejarse en paz a palabras tan importantes, equívocas y promotoras de insinceridad como «Dios» y «felicidad», aunque algo me dice que la batalla está perdida: Dios y la felicidad han pasado ya a engrosar la lista de las oportunidades de negocios que maneja la industria de las encuestas.