Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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13/01/2017

«Es muy fácil que Valparaíso se queme como consecuencia de un incendio. Ya ocurrió con el gran siniestro de 2014 y volvió a acontecer, en menor pero no menos dramática medida, el 2 de enero de este año…».

A las cuatro y media de la tarde de anteayer miércoles 11 de enero dio inicio en la Cámara de Diputados la sesión extraordinaria en que debía tratarse el incendio que hace pocos días afectó a Valparaíso. Se encontraban presentes varios diputados, el ministro del Interior, la ministra de Vivienda y Urbanismo, el intendente, el alcalde, y representantes de la Onemi y Bomberos de la ciudad. El presidente de la corporación dio la palabra al diputado Rodrigo González, quien explicó el motivo de la sesión que comenzaba en ese momento. Sin embargo, al término de esa intervención, el presidente pidió suspender la sesión durante 5 minutos, al cabo de los cuales la reanudó con el aviso de que debería ser reprogramada para una fecha próxima. ¿Motivo? Acababa de declararse un nuevo incendio en Valparaíso que reclamaba la presencia de varias de las autoridades presentes.

Así es Valparaíso. Siempre igual a sí mismo. Ciudad no mágica, como la venden las agencias de turismo, sino loca, loquísima, disparatada. Previsible e imprevisible a la vez. Así es Valparaíso. Siempre le pasan cosas parecidas a él mismo. Las situaciones no son comparables, pero de inmediato pensé en lo ocurrido con la comisión de expertos internacionales que por encargo del Comité del Patrimonio Mundial visitó la ciudad en 2013 para certificar el cumplimiento de los compromisos con motivo de hallarse inscrita en la lista del patrimonio mundial. Los integrantes de la comisión caminaban por los alrededores de la iglesia de la Matriz y fueron asaltados por un par de delincuentes. Les robaron sus máquinas fotográficas y uno de los afectados resultó lesionado en una de sus manos.
Los changos, pueblo prehispánico que habitó en las orillas de lo que hoy es la bahía de Valparaíso, llamaban Alimapa al lugar en que vivían, donde «mapa» quiere decir «tierra» y «ali» «seco», «caliente», «quemado». Así de viejos son los incendios en Valparaíso, tanto como para pensar en una fatalidad, aunque ya iniciado el siglo XXI no podemos ver las cosas de esa manera. Como en cualquier otro sitio, en Valparaíso se producen incendios, pero aquí se expanden de manera fácil, rapidísima, feroz, y eso a raíz de causas naturales -altas temperaturas, sequedad ambiente, orgía de vientos que azotan a la ciudad-, aunque también humanas: sobreforestación de la parte alta con especies inadecuadas, arquitectura espontánea que monta las viviendas unas sobre otras, asentamientos masivos en un sinnúmero de quebradas, basurales por doquier, sistema anacrónico de grifos, difícil acceso de voluntarios de Conaf y bomberos a los lugares en que se declaran los incendios.

Entonces, es muy fácil que Valparaíso se queme como consecuencia de un incendio. Ya ocurrió con el gran siniestro de 2014 y volvió a acontecer, en menor pero no menos dramática medida, el 2 de enero de este año. La emblemática iglesia de San Francisco del cerro Barón se ha quemado en tres ocasiones desde 1983 a la fecha. Un fuego en Valparaíso se transforma rápidamente en incendio y un incendio en una catástrofe de proporciones. Se trata de prevenir, desde luego, pero, sobre todo, de estar mejor preparados para enfrentar las situaciones en que un fuego puede dar lugar a un incendio y un incendio a una catástrofe.
Para todo eso Valparaíso no puede solo. No tiene el esqueleto ni la musculatura ni la energía suficiente para hacerlo. Carece de los expertos, de los recursos y de las potestades legales para coordinar a los ministerios y servicios públicos de carácter nacional que deben intervenir en una materia como esta. De manera que ahora sí se trata de un asunto de Estado que requiere iniciativa y participación relevante del gobierno central del país y del Congreso Nacional, donde ya es hora que se discuta la llamada ley Valparaíso.

Nos gusta repetir lo que dejó dicho el poeta Gonzalo Rojas: a Valparaíso no hay que amarlo, hay que merecerlo. Pero seguimos sin merecerlo. Continuamos sin merecerlo hasta que un nuevo desastre nos recuerda que seguimos en falta. Los incendios finalmente se apagan, se enfrían, y nos olvidamos de ellos.

Como preguntaba Edwards Bello, ¿seguirá siendo la sirena de bomberos la canción nacional de Valparaíso?