Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
Top
9/02/2018

Ahora entiendo mejor la insistencia de Carlos León con ese autor. Ambos comprendieron que el heroísmo del escritor no consiste en escribir, sino en eliminar.

El escritor porteño Carlos León Alvarado, don Carlos, Pluto para sus colegas abogados, el Hombre de Playa Ancha según lo llamaba Pablo Neruda, daba largas pitadas a su infaltable cigarrillo y nos observaba en silencio cada vez que en el café Riquet de Valparaíso sus ex alumnos nos poníamos a hablar de nuestras últimas lecturas. Que Fitzgerald, que Melville, que Conrad, que Virginia Woolf. Él esperaba que dejáramos una pausa en medio de nuestro entusiasmo literario y decía en voz baja, pero no por ello menos imperativa: «Lean Kim», y, al poco rato, «Lean a Knut Hamsun», y siempre, casi siempre, «Lean a Violeta Quevedo, a González Vera, al poeta Quiñones».

Quiñones era de Valparaíso y lo ubicábamos bien. Andaba siempre preparando alguna antología de poetas porteños, y respondía de la misma manera a la reiterada pregunta de don Carlos acerca de qué autores incluiría: «Ya lo verán, ya lo verán», y se alejaba enseguida, raudo, por las calles céntricas de la ciudad, caminando con una dificultad que León atribuía a unos incómodos juanetes.

De Violeta Quevedo y José Santos González Vera no sabíamos nada, y lo que hacíamos era continuar mencionando a nuestros autores norteamericanos y europeos favoritos, sin prestar mucha atención a las indicaciones de don Carlos. «A Fitzgerald le gustaban los ricos», descalificaba nuestro profesor, y volvía con lo de siempre: «Lean Kim». «Lean a Knut Hamsun». «Lean a González Vera». Con «Kim» se refería a la célebre novela de Kipling, y de Hamsun lo único que sabíamos era que había sido lectura preferida de Hans Kelsen, el más importante teórico del Derecho del siglo en que nos encontrábamos. Hasta que finalmente leímos algo de González Vera para descubrir una prosa de gran calidad, parecida a la del propio Carlos León. Supimos también que González Vera había nacido en 1897 y muerto en 1970. De manera que al recibir ahora un ejemplar de «Alhué y otras prosas», editado por la U. Diego Portales, pude releer al notable escritor chileno e ídolo de don Carlos. Creo que hasta oí de nuevo la voz de este ordenando: «Lean a González Vera».

El delgado volumen incluye «Alhué», desde luego, y otros textos breves del autor. En esa localidad (estamos más o menos en 1910), a la hora del tren se abrían todas las puertas de las casas del pueblo y los que no salían para tomar el convoy lo hacían para observar a los que llegaban. Hasta la hora del arribo del tren las calles eran inútiles, porque nadie las frecuentaba. Permanecían mudas, desiertas, escondidas. Eran puro paisaje y salir al balcón resultaba ocioso. Era la llegada del convoy la que proporcionaba la evidencia de que el pueblo estaba habitado, y su población, viva.

Así es como escribe González Vera: distante, triste, lacónico, con una punta de humor, recordando el lugar en que sus habitantes vivían solo con algunos sentidos, salvo cuando llegaba la Semana Santa y las fisonomías más brutales y despreocupadas se metamorfoseaban: las mujeres locuaces apretaban los labios, se contenían los golosos, los avaros se apiadaban un poco, retornaban a la amistad los enemigos, rompían sus vasos los ebrios consuetudinarios, y todos enderezaban su conducta.

La edición que comentamos incluye un texto sobre la experiencia del escritor, que es siempre y ante todo experiencia de un lector, del lector que descubre que si el escritor ve más lejos y también más hondo es porque antes, leyendo, pudo acercar lo lejano y hacer diáfano lo escondido. Cuentan que González Vera leía incluso en el pasillo de los tranvías de los que fue cobrador en Valparaíso. «La finalidad a que tiende cualquier escritor consciente y enamorado de su oficio -dejó dicho- es que cuando expone ideas el lector crea que oye, y cuando relata, que es testigo».
Ahora entiendo mejor la insistencia de Carlos León con ese autor. Ambos comprendieron que el heroísmo del escritor no consiste en escribir, sino en eliminar. Al momento de corregir, un sentimiento paternal lo impulsa a dejar todas las palabras, mas pronto, releyendo una y otra vez su escritura, advierte que varias de las palabras no tienen nada que las anime. Entonces, y otra vez González Vera, «uno las suprime y la frase queda como esos senderitos de montaña cortados por el abismo».

Como quien dice, González Vera y León publicaban para dejar de revisar.