Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
Top
23/02/2018

Es una triste realidad, como casi todas las que atañen al poder: las dictaduras no importan si se ejercen en nombre de nuestras ideas.

Nada más parecido a un dictador que otro dictador, una dictadura que a otra dictadura, y los partidarios de una dictadura a quienes apoyan otra dictadura.

De partida, los dictadores, invariablemente paranoicos y narcisistas, con colosales aires de grandeza e inconmensurable manía de persecución, jamás aceptan esa denominación y se presentan siempre como demócratas, no más que partidarios de una democracia que solo ellos entienden y que adjetivan de las más extravagantes maneras. Ellos se declaran figuras únicas, providenciales, llamadas por el destino, si no directamente por Dios, al salvamento de la patria amenazada por las fuerzas del mal, que no son otras que las de sus opositores políticos. Ese fue el discurso de todos los dictadores de nuestra era, desde Hitler a Stalin, desde Pinochet a los hermanos Castro, desde el Generalísimo Franco a los dictadores militares argentinos.

En cuanto a las dictaduras, se resisten también a ese feo nombre y, atendido el prestigio que conserva la democracia como forma de gobierno —esa que ellos abominan—, no tardan en llamarse de alguna de esas maneras extravagantes a que aludimos antes: democracia real, democracia orgánica, democracia popular, democracia autoritaria, democracia protegida. Suelo decir a mis estudiantes que cada vez que vean alguno de esos adjetivos junto a la palabra democracia huyan a perderse, puesto que el adjetivo está allí para vaciar al sustantivo de todo contenido. Tales adjetivos son lo que se llama “palabras comadreja”, esos mamíferos que son capaces de sorber el contenido del huevo de sus víctimas sin destruir la cáscara.

Y en cuanto a los partidarios de las dictaduras, que suelen ser los directamente beneficiados por ellas, no tardan en excusarlas por vía de compararlas con otros regímenes dictatoriales que a ellos parecen peores. Así, los partidarios de la dictadura militar chilena la apoyan hasta hoy con el argumento de que las dictaduras comunistas son peores, mientras que los actuales comunistas chilenos excusan aquella en que devino el régimen de Venezuela con el argumento de que ni Chávez ni Maduro han sido tan feroces como Pinochet. Aquellas que se reprueban son dictaduras, mientras que la propia es dictablanda.

Lo anterior pone de relieve una triste realidad, como casi todas las que atañen al poder: las dictaduras no importan si se ejercen en nombre de nuestras ideas y en contra de las que profesan los adversarios, y solo resultan condenables cuando se instalan en el gobierno para imponer ideas que reprobamos. Puro y simple doble estándar. Lo que se condena no es a las dictaduras como tales ni la supresión de las libertades que siempre las acompañan, sino que se lleven a cabo en nombre de algo que no nos gusta: el hombre nuevo, el advenimiento de la sociedad comunista, el derecho de propiedad, los valores occidentales cristianos o la instalación de un Estado islámico radical.

Otro ardid frecuente entre los partidarios de cualquier dictadura consiste en echar mano del contexto para justificar todas las fechorías hechas desde el poder. El contexto habría llevado a Hitler a la invasión de países vecinos y al exterminio de judíos; ese contexto explicaría también la brutalidad de Stalin y de todas las dictaduras comunistas que hubo en el este de Europa; el contexto, otra vez, sería la causa de la prolongadísima dictadura familiar de los Castro; y el contexto de la guerra fría, cómo no, explicaría el oprobioso régimen de Pinochet. Los partidarios de Castro culpan al bloqueo comercial y los de Pinochet lo hacían a la amenaza del comunismo internacional. El contexto, no los dictadores ni quienes los apoyan, sería siempre el único responsable de las muertes, torturas, prisión, éxodo y exilio que causan todas las dictaduras.

Algunos, para salvar hoy al régimen de Maduro, argumentan que este llegó al poder por medio de elecciones, aunque olvidan decir que la democracia es una forma de gobierno que fija reglas no solo para acceder al poder, sino también para ejercerlo, limitarlo, incrementarlo y conservarlo, de manera que la prueba por la que debe pasar un gobernante democrático concierne a todo eso. Pinochet salió también del poder por un plebiscito, pero eso no excusa que durante 17 años se hubiera cargado todas las reglas de la democracia. El nazismo ganó unas elecciones en 1933, pero jamás gobernó democráticamente. Maduro llama hoy a elecciones, pero las amaña.