Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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6/04/2018

«Quien practica la tolerancia activa no duda de sus creencias, ideas y modo de vida; solo que acepta la posibilidad de estar equivocado y entra entonces en diálogo con los demás».

La tolerancia es una virtud; es decir, un bien. Más precisamente, se trata de un hábito de bien, puesto que las virtudes, lo mismo que los vicios, se adquieren por repetición, por reiteración de actos buenos en el caso de las primeras y malos en el de los segundos. Tratándose de virtudes y de vicios, vale aquello de que una golondrina no hace verano. Así como nadie es vicioso del tabaco por fumar ocasionalmente un cigarrillo, nadie es tampoco virtuoso de la tolerancia por ejecutar actos de tolerancia una que otra vez. Entonces, las virtudes son exigentes, puesto que demandan conductas de alta estimación, y porque para adquirirlas se requiere llevar a cabo, reiteradamente, los actos de bien correspondientes.

Poco se habla hoy de las virtudes, quizás porque se cree que la palabra remite a las de carácter teologal -fe, esperanza, caridad-, que solo son patrimonio de los creyentes, o, también, porque en algunos círculos educacionales se utiliza la palabra «virtud» para contener la sexualidad de los jóvenes, que es un fenómeno perfectamente natural. Es quizás por eso que la palabra «virtud» ha sido desplazada por «valores», como si el carácter moral de los individuos dependiera de los valores que declaran y no de las virtudes que practican, como si la aprobación moral que buscamos de parte de nosotros mismos y de los demás dependiera de una suerte de declaración jurada acerca de los valores que creemos tener.

La tolerancia es una virtud laica que nada tiene que ver con las virtudes teologales. Sin embargo, ella se instaló en el mundo moderno a consecuencia de las guerras de religión luego de que el cristianismo se escindiera en varias iglesias que se consideraron cada cual la verdadera y que se enfrentaron unas a otras bajo el patrocinio armado de monarcas que adscribían a una de ellas y despreciaban a las demás. Las guerras de religión desangraban a los nacientes estados modernos -los desangraban literalmente y también monetariamente- y ponían en riesgo la unidad interna de las naciones. La tolerancia se mostró, entonces, como la práctica más eficaz para impedir los enfrentamientos armados entre facciones religiosas rivales, aunque se trató de una virtud tan mínima como difícil: difícil, como toda virtud, y mínima, porque lo que exigía no era respeto por las posiciones religiosas contrarias, sino únicamente una coexistencia pacífica entre todas ellas.

A eso podemos llamar tolerancia pasiva: resignación a convivir con creencias, ideas y modos de vida diferentes a los nuestros y que podemos reprobar fuertemente, renunciando al uso de la fuerza propia y del Estado para imponer las creencias, ideas o modos de vida que a nosotros parezcan mejores. Parece poca cosa, pero en realidad no lo es, puesto que se trata de una resignación que, si bien a regañadientes, tiene el buen efecto de favorecer la paz entre grupos opuestos. Estos continúan mirándose mal unos a otros, manteniéndose distantes y recelosos, pero ninguno toma las armas ni levanta los puños contra sus oponentes.

Pero hay también una tolerancia activa que consiste en acercarse a quienes tienen creencias, ideas o modos de vida distintos de los nuestros, en entrar en diálogo con ellos, en darles razones a nuestro favor y en escuchar las que ellos puedan ofrecernos, y en mostrarse dispuestos a que, como resultado de ese encuentro y diálogo, pudiéramos llegar a modificar nuestras posiciones iniciales. Por lo mismo, si la necesidad de paz nos compele a la tolerancia pasiva, la conciencia de nuestra propia falibilidad lo hace en cuanto a la activa. Quien practica la tolerancia activa no duda de sus creencias, ideas y modo de vida; solo que, y a diferencia en esto del fanático, acepta la posibilidad de estar equivocado y entra entonces en diálogo con los demás.

Una sociedad es mejor, como también una universidad, cuando en ella predomina la tolerancia activa, pero si no somos capaces de esta última, lo menos que podríamos hacer es partir por la práctica de la pasiva y aceptar que en una sociedad abierta en la que existe diversidad es necesario, para vivir en paz, renunciar a todo uso de la violencia para imponer las propias convicciones o para enfrentar aquellas que se nos oponen.