Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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18/05/2018

«Resulta abusivo que (la DC) responsabilice a Michelle Bachelet, como si ella es la que hubiera estado a cargo de ese partido».

Recuerdo como si fuera hoy la conversación de hace sus buenos 15 años con un destacado militante de la Democracia Cristiana. No obstante considerarme alguien con nula capacidad predictiva -incluso cuando en el hipódromo se trata de buscar el ganador de la siguiente prueba-, aventuré un juicio que molestó mucho a mi interlocutor y motivó que la dueña de casa ofreciera rápidamente el café del término de la velada.

Nada muy original vaticiné entonces. Se trataba de algo que flotaba en el ambiente y que corroboraban los modernos dioses de las encuestas y las estadísticas, de manera que no me atribuyo ningún mérito al respecto. Lo que dije fue, simplemente, que tanto la DC como la Iglesia Católica continuarían descendiendo en la aprobación de los chilenos. Al decir eso -aclaré entonces y aclaro también ahora- lo que expresaba no era un deseo, sino algo que me parecía evidente. Y así no más fue como acabaron siendo las cosas.

La DC, que jugó un papel crucial en el plebiscito de 1988 y que estuvo en los gobiernos de la Concertación y en el más reciente de la Nueva Mayoría, colapsa hoy no solo por su baja votación y exigua cantidad de parlamentarios, sino por la fuga de varios de sus personajes históricos, que son los únicos que ese partido pareciera tener al haber bloqueado durante décadas el surgimiento de nuevas figuras, una práctica de la que la DC e incluso algunos de los mismos que soy se retiran de sus filas son los únicos responsables. Resulta curioso que dos clásicos adversarios de la DC -la UDI y el PC- muestren hoy rostros nuevos y que ninguno de sus dirigentes históricos haya abandonado sus filas.

Por su lado, la Iglesia Católica local, que tan destacado y valiente papel jugó en los años de la dictadura, empezó a decaer lentamente, encerrándose en posiciones cada vez más conservadoras, reduciendo la moral a la vida sexual de los fieles, y terminando algunos de sus prelados como autores, cómplices o encubridores de graves delitos cometidos con menores. Los pontífices más recientes, desde Juan Pablo II a Ratzinger y Bergoglio, aseguraron una jerarquía de obispos y cardenales cada vez más alejada de la base social de la Iglesia, una base que, a diferencia de sus pastores, seguía más interesada en la doctrina social que sexual de su iglesia. Una base que fue haciéndose cada vez más liberal en los llamados temas valóricos, mientras la mayoría de los obispos se mareaba en las alturas y viajaba más a Roma que a los barrios pobres de nuestro país. Una mayoría de obispos que se colocó más cerca del Vaticano que de los evangelios.

¿Saben lo que tienen en común la baja de la DC y de la Iglesia Católica? Que ambas provienen de causas internas, no externas. Es un error, si no derechamente una frescura, que la DC culpe de sus actuales problemas a la alianza que durante décadas tuvo con partidos de izquierda. Resulta también abusivo que responsabilice a Michelle Bachelet, como si ella es la que hubiera estado a cargo de ese partido.

La crisis de la DC se agudizó ahora con el triunfo de la derecha y, sobre todo, con su salida del gobierno. Las cosas son siempre así: el poder y la repartición de cargos públicos obra como un pegamento, y todo se suelta y hasta se separa cuando ya no se tiene el poder ni los numerosos cargos y posiciones de influencia que él otorga. Por eso es que las recientes renuncias al partido no tienen nada de heroico y reconocen su origen en el resentimiento y la crispación antes que en determinaciones de conciencia. Parte de la DC, como también de la izquierda, dejó de creer en la justicia social y cayó en el síndrome Casa Piedra, o sea, la fascinación por el mundo de los ricos, pasando de la opción por los pobres a una impúdica plutofilia.

Algo parecido ocurrió con la jerarquía de la Iglesia Católica, que en público se muerde la lengua para no expresar lo que muestra en privado: disgusto y hasta menosprecio por Francisco I. Es cierto que este ha sido errático en sus posiciones, pero ha mostrado una capacidad de reacción que en el obispado chileno brilló por su ausencia. Bergoglio ha elegido el mal ejemplo de la iglesia chilena para enviar un mensaje a todos los fieles católicos del mundo.