Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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19/10/2018

«Todo aconseja comportarse ahora como interlocutores y no como vencedores».

Las personas y los Estados que tienen algún problema disponen de distintas vías pacíficas para hacerse cargo del asunto y buscar una solución, renunciando al empleo de la violencia y a que todo se resuelva en aplicación de la ley del más fuerte.

La judicial es una de esas vías, aunque no debe ser la primera que deba emplearse. La negociación directa entre las partes involucradas es siempre mejor que la vía judicial, puesto que las propias partes que rivalizan en un asunto, sentadas de buena fe a una misma mesa, pueden componer la solución que les parezca mejor y no dejar esta entregada a la determinación de un tercero. La mediación es otro de los caminos: en este caso las partes designan a un tercero que les ayude a buscar una solución, pero no lo invisten de la facultad de decidir el asunto por ellas. Y tratándose del arbitraje, los contendientes designan a un tercero con poder de decisión si, llamados a conciliación, el acuerdo no se produce.

El avance del Derecho Internacional y de Cortes de ese carácter es algo que siempre ha sido respaldado por Chile, aunque a veces con notable retraso, como aconteció con la ratificación del tratado que dio vida a la Corte Penal Internacional. ¿Se acuerdan los lectores de las dilaciones en que incurrimos a propósito de la ratificación de ese tratado, y todo en nombre del principio de soberanía y de no intervención en los asuntos internos del país, aunque la verdadera razón era el temor a que algunos responsables locales en materia de derechos humanos pudieran ser juzgados por esa Corte? En Chile los sectores conservadores que nunca están dispuestos a renunciar ni a un solo centímetro de integridad territorial se muestran muy favorables a sacrificar soberanía cuando se trata de asuntos económicos que favorecen sus negocios.

Si se lo compara con los derechos nacionales, el Derecho Internacional tiene un menor grado de desarrollo. Hay cortes internacionales, desde luego, pero escasamente organismos legislativos de ese nivel y menos una organización única de la fuerza que permita ejercer legítima coacción sobre Estados transgresores. Pero así es como partieron alguna vez las cosas en el caso de los derechos nacionales: primero hubo tribunales que aplicaban un derecho de carácter más bien consuetudinario, y luego legisladores y un progresivo monopolio del uso de la fuerza por parte de autoridades encargadas de la aplicación de sanciones.

Falta mucho para que el Derecho Internacional alcance el grado de institucionalización que caracteriza hoy a los derechos nacionales, pero esa es la dirección en que es preciso empujar las cosas, así estas logren consolidarse en mucho tiempo más, evitando entonces los nacionalismos ramplones y patrioteros que dejan atrincherados a los países en sus fronteras puramente físicas. Ese tipo de nacionalismo, que a algunos nos produce vergüenza ajena, puede curarse informándose de lo que son, necesitan y ofrecen los demás países, especialmente cuando son vecinos, y tratando de ponerse en el lugar de ellos para abrirse a decisiones consensuadas. Fuera de la vía judicial, no hay manera de resolver pacíficamente los conflictos de intereses que no sea a través de negociaciones en las que, teniendo las partes posiciones originarias claras, firmes y discordantes, se muestran no obstante dispuestas a modificarlas como resultado de la negociación.

De allí que, minoritaria y todo por culpa antes de un gobernante (Evo) que de un país (Bolivia), lo más razonable como posición futura de Chile sería parar nuestras celebraciones por la victoria en La Haya y, sin estar obligados a ello, volver a conversar con Bolivia, promover relaciones diplomáticas, y dejar de repetir la inexactitud de que no hay problemas pendientes con ese país porque ya existe un tratado. Esa respuesta, típica de abogados, debería ceder a manos de una diplomacia moderna que actuara en esto como lo que es: un asunto político y económico antes que puramente jurídico.

Si perder una guerra tiene sus costos (Bolivia), ganarla también los tiene (Chile), y todo aconseja comportarse ahora como interlocutores y no como vencedores.