Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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8/03/2019

«A la universidad se va a aprender y no solo a aprender a aprender… ya es hora de dejar de repetir el pernicioso eslogan contrario».

Lo que se llama «método socrático» consiste en una estrategia educativa que se vale de preguntas antes que de respuestas, de páginas en blanco que es preciso llenar y no de un texto ya concluido. Sócrates y sus discípulos, hace 2.500 años, practicaban una filosofía callejera que consistía en salir al paso en las vías de Atenas a quienes circulaban en pose de sabios y asediarlos con preguntas en vez de transmitirles postulados que el filósofo y sus seguidores hubieran abrazado antes de encontrarse con los paseantes.

Lo que importaba a Sócrates no era el juego de preguntas y respuestas, sino el objetivo que perseguía a la hora de preguntar. ¿Cuál era ese objetivo? Dejar al descubierto que los sujetos interrogados por él no sabían lo que creían saber, o que sabían menos de lo que creían saber, o que, sabiendo algo, no disponían del lenguaje apropiado para transmitir aquello que sabían de una manera clara y persuasiva para los demás.

Hacer patente la ignorancia de contenidos o de lenguaje era lo que movía al filósofo ante sus contemporáneos, mas no para fastidiarlos y hacerlos sentir mal -y menos aún para adoptar ante ellos una posición de superioridad intelectual-, sino para transmitir la idea de que solo si se asume la propia ignorancia es posible hallar el punto de partida que se requiere para ponerse en marcha en lo que a conocimiento se refiere. Vistas las cosas de ese modo, ¡cuántos Sócrates necesitaríamos hoy que vinieran a hacernos conscientes de que no sabemos, o de que no sabemos lo suficiente, o de que nuestro lenguaje es demasiado pobre y descuidado para transmitir lo poco o mucho que podamos saber!

A la universidad se va a aprender y no solo a aprender a aprender, de manera que ya es hora de dejar de repetir el pernicioso eslogan contrario, tan extendido en nuestro tiempo y tan cómodo para instituciones de educación superior de mala calidad en las que no se aprende prácticamente nada. Tampoco a la universidad se va a jugar, porque la educación no es un juego, otra vez al contrario de la tendencia moderna de hacer creer a niños y jóvenes que todo se aprende jugando, o sea, sin esfuerzo, como si nada, a ratos perdidos. A la universidad, en fin, no se va a tramitar la obtención de una licenciatura o de un título profesional, como si el currículum de las carreras no fuera más que un conjunto de ventanillas por las que tiene que pasar cada estudiante para que en la última de ellas, ceremonia de graduación incluida, le hagan entrega de un certificado que le permita acceder a un desempeño profesional cualquiera.

La universidad es el lugar donde nos hacemos conscientes de nuestra ignorancia -algo que vale igual para profesores y estudiantes-, y en el que, por lo mismo, es posible realizar un trabajo asociado para abandonar ese estado, contando con que el camino que se emprende, si bien tiene una dirección definida, carece propiamente de un punto de llegada que permita dar por concluido el trayecto. Descansos sí hay, pausas también, cambios de ritmo, incluso distracciones, pero al cabo de las cuales se vuelve a tomar el báculo para echarse nuevamente a andar. La universidad, que es una de nuestras instituciones de educación superior, es también la de más alto rango en ese sector (doblemente superior entonces), de manera que es preciso tomarse en serio tal adjetivo -«superior»-, mas no para intimidar a quienes llegan a ella con 17 o 18 años, sino para hacerles ver que habrá exigencias a la altura de dicha palabra y que buena parte de lo que les espera dependerá de su propio esfuerzo individual. En la universidad, profesores y estudiantes tienen derechos que ejercer, pero también deberes que cumplir.
Cuando se pide educación superior de calidad lo que se pide es exigencia -otra vez para profesores y estudiantes-, y la calidad nunca va de la mano con la facilidad. No hay que hacer difícil lo que es fácil, pero el peor fraude es el contrario: presentar como fácil lo que no lo es.

A diferencia de otros niveles de la enseñanza, la educación superior no se impone, se elige, y nunca se es más responsable de algo que cuando se lo elige.