Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
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17/05/2019

«Como no tenemos nada mejor con que reemplazar a la democracia, mejorémosla».

En cualquier sociedad es necesario tomar decisiones colectivas vinculantes para todos quienes viven en ella. ¿Qué impuestos serán establecidos y quiénes los pagarán? ¿Qué parte del presupuesto público irá a Defensa y qué parte a Salud? ¿Qué organismos y valiéndose de cuáles procedimientos conocerán los conflictos que se produzcan? He ahí algunos ejemplos de decisiones colectivas.

Por fortuna para las personas, hay también decisiones individuales (contraer o no matrimonio, tener o no tener descendencia, partir al estadio o al hipódromo) que toma cada sujeto en uso de su autonomía y preferencias. Hay también decisiones grupales (los socios de un club se pronuncian acerca de si admitir o no a un interesado en sumárseles, un conjunto de amigos determina salir a comer fuera o quedarse en casa viendo una película), que quedan entregadas a los integrantes del grupo de que se trate, quienes pueden fijar alguna regla para dirimir los desacuerdos que surjan a la hora de tomar una decisión. La sociedad no se inmiscuye ni en las decisiones individuales ni en las de carácter grupal, reservándose para aquellas determinaciones colectivas que afectan a todos.

Establecido que hay que tomar decisiones colectivas, resulta inevitable preguntarse quiénes las adoptarán, que es la pregunta que se hacen todas las formas de gobierno, entre estas la democracia, que ofrece una respuesta muy atrevida: “no sé quién deba tomar las decisiones colectivas —responde esa forma de gobierno—, de manera que tendrá competencia para hacerlo aquel o aquellos que en aplicación de la regla de la mayoría se hagan con el poder”. Nos guste o no reconocerlo, la política es una vieja actividad humana que tiene que ver con el poder —con ganarlo, con ejercerlo, con conservarlo, con incrementarlo, con recuperarlo—, y la gracia de la democracia es que para todo eso establece reglas bien precisas, partiendo por estas: nada de lo anterior puede hacerse sin la participación de quienes serán afectados por las decisiones que tomen quienes ganen el poder, y los que consigan este último por breves y acotados períodos deben respetar los derechos de las minorías derrotadas, en especial el de llegar a transformarse en mayoría y ganar para sí el poder.

Es cierto que el poder se gana, ejerce, conserva y busca incrementar en el marco de algunas ideas y principios que enuncian los individuos y fuerzas que compiten por él —eso que se llama “programa”, palabra sustituida hoy por la más blanda y equívoca de “relato”—, aunque conocemos los eslóganes que los intelectuales criollos posmodernos consiguieron imponer hace ya tiempo, si bien empieza a haber ahora algunos arrepentidos: el mejor programa es no tener programa; la mejor política comunicacional es no tener ninguna; la mejor manera de gobernar es gobernar lo menos posible y hasta olvidarse de hacerlo. Alguien debería seguirles la pista a nuestros intelectuales —incluido el que escribe esta columna— e ir anotando los disparates que decimos y las muchas contradicciones en que incurrimos según vayan cambiando los vientos. Alguien tendría también que ir tomando nota de la muy zigzagueante ruta de aquellos que cambian varias veces de opinión (lo cual no está mal), pero con una constante harto sospechosa: cambian siempre a favor del viento, a favor de aquello que la lleva, a favor de los ganadores, sin que se les vea nunca en el lado de los perdedores. Por ejemplo, cristianos en los 60 (cuando la llevaba), marxistas en los 70 (cuando también la llevaba), socialdemócratas en los 90 (lo mismo), y hoy neoliberales (que vaya que la llevan).
La crisis actual de la democracia tiene que ver con el fuerte debilitamiento de los caracteres que ella tiene: participativa, representativa y deliberativa. Representación corrompida; participación a la baja de ciudadanos que, optando por ser solo consumidores, se transformaron en deudores crónicos, y deliberación pública de muy bajas calorías.

Como no tenemos nada mejor con que reemplazar a la democracia, mejoremos entonces la democracia, y para ello habría que robustecer esas tres características. ¿Pero hay interés en hacerlo o preferiremos refugiarnos en el cinismo e ir diciendo por ahí que la democracia tiene los días contados, que es mejor no hacerse problemas con ella, y que nuestra ventura e identidad deben ser buscadas solo en la bulimia del hiperconsumo?