Agustín Squella - Constituyente Distrito 7
Top
17/04/2020

«Haríamos bien en admitir que lo nuestro no es la futurología, que deberíamos abstenernos de echarle las cartas a la humanidad».

La mayoría de los intelectuales nos hemos puesto sumamente ansiosos con el covid-19 (aunque algunos venían así desde antes), precipitándonos no al análisis, sino a la prospectiva, a lo que ocurrirá o no ocurrirá después de la pandemia, como si cada uno tuviera ante sí una infalible bola de cristal. También los historiadores empezaron a escribir sobre el presente, e incluso sobre el futuro, y se han sumado al coro de los que en razón de su oficio intelectual creen tener todo claro, tanto hoy como acerca de mañana. Ya venía siendo práctica de destacados intelectuales —Zizek, por ejemplo— la de abalanzarse sobre los asuntos mundiales a medida que estos ocurrían, a fin de notificarnos de qué se trataba, cómo había que interpretarlos y cuáles eran las proyecciones. A nivel local hemos caído muchas veces en lo mismo: no acaba de ocurrir un hecho y los intelectuales ya están en los medios disputando no solo los laureles de ser los primeros, sino también los que poseen algo así como la verdad, tal si les estuviera concedida tanto la primera como la última palabra. El impulso por expresarse está desplazando a la capacidad de reflexión, que exige serenidad y distancia.

Lo peor, sin embargo, son (somos) los intelectuales interesados en llevar agua a su molino, y que cada vez que hacen un diagnóstico de lo que pasa o una apreciación acerca del futuro, intentan reforzar sus opciones de siempre y aprovecharse para ganar adeptos. ¿Cuántos querrían que uno de los efectos secundarios del covid-19 fuera producir amnesia respecto del proceso constitucional en marcha?

He recibido textos de amigos ateos que ven en la pandemia una prueba de que Dios no existe, y de amigos creyentes que ven en ella el fin de la racionalidad laica, de la ciencia y de las tecnologías que, entre otras cosas, están ayudando a controlar la pandemia mejor de como se habría hecho en el Medioevo, un tiempo en que el único remedio, y también la única vacuna, consistía en rezar y pedir a la divinidad que parara de castigarnos. He recibido textos que afirman que después de esto el capitalismo neoliberal, en las cuerdas desde hace algún tiempo, resurgirá de sus aparentes cenizas, y he recibido también otros que auguran el advenimiento de un comunismo renovado y global (algo así como un comunismo con rostro humano, algo tan improbable como el cacareado capitalismo con rostro humano). Han llegado a mi pantalla anuncios del hombre nuevo que surgirá dentro de pocos meses, y mensajes que pronostican una vuelta al estado de naturaleza y a la certidumbre de que el hombre es el lobo del hombre y los gobiernos de los grandes países el lobo de los pequeños.

Por cierto que esas contrapuestas posturas son las mismas que tenían antes los que salen ahora a proclamarlas en medio de la crisis. Ninguno de quienes las sostenían ha aprendido nada, y hacen entonces lo de siempre, o sea, decir algo como: “miren cómo tenía razón y cómo la seguiré teniendo mañana”.

Falta de humildad, si es que no se tratara de algo escandaloso y mucho más grave que de una simple falta de ubicación ante lo que ocurre. Nos cuesta reconocernos perplejos, y ni qué decir ignorantes, olvidando el consejo de Sócrates: parte de la base de que no sabes lo que crees saber, o que sabes menos de lo que crees saber, o que sabiendo algo no dispones del lenguaje apropiado para transmitirlo a los demás. Un consejo que el filósofo dio a todos los hombres y mujeres, pero sobre todo a sus colegas que paseaban por las calles de Atenas en pose de sabios y a los que los demás tenían el deber de venerar y consultar.

Quienes paseamos por los medios, quienes escribimos, hablamos y polemizamos en el espacio público, haríamos bien en admitir que lo nuestro no es la futurología, que deberíamos abstenernos de echarle las cartas a la humanidad para ver lo que le espera, y que tendríamos que ser más sensibles al deber de reflexionar que al gusto por expresarnos.